De Jojo Rabbit escribí más o menos que era una comedia negra aceptable, pero que, pasada la hora, Taika Waititi perdía el control de sus materiales y la historia era ganada por una solemnidad forzada. Bueno, no lo escribí, lo pensé: nadie va al cine sin alguna expectativa, todo el mundo espera algo y eso ya es una forma de escritura. Tenía en mente Casa vampiro, un divertimento afable pero al que le sobra tal vez una hora y diez minutos. Los chistes buenos mejor terminarlos rápido. Pero Jojo Rabbit es otra cosa, una comedia absurda, un poco como lo era Thor: Ragnarok (de lo mejor que haya dado el cine de superhéroes). Una comedia con muchos chistes malos, por otra parte, que no causan gracia, pero ese es el timing de una buena parte de la comedia del presente: los gags buscan apenas una sonrisa y alguna carcajada ocasional; tener a la gente riéndose durante dos horas seguidas es hoy un lujo reservado a pocas películas (tampoco sé a cuáles). Los chistes malos, por ejemplo, los cuatro o cinco que escupe en cada intervención el Hitler imaginario de Jojo, no son un problema de guion, sino la argamasa que permite construir el humor; para Waititi, la comedia es acumulación y multiplicación, un bombardeo que por lo menos se asegura dar en el blanco (la precisión es asunto de francotiradores como Kaurismäki).
Uno se distrae con la seguidilla de gags más o menos tontos, baja la guardia y de repente aparece Rebel Wilson diciendo alguna bestialidad, o surge algún chiste malo, de contratapa de diario, como el de los pastores alemanes, que por el uso del montaje causa mucha gracia. El moderado éxito de la película hay que buscarlo en esta economía dispar, en cómo Waititi dispone momentos muy diseñados que justifican la película entera (la embestida de Jojo que termina en la explosión de la granada) a la par de otras escenas largas en las que no pasa nada (nada demasiado cómico, por lo menos) y lo que queda es la historia contándose sola con algún que otro chiste escupido sin mucha convicción. Todo lo demás, la cuestión de si se puede (se debe) o no hacer comedia con el nazismo, es hojarasca: una pregunta ampulosa que ya respondió hace tiempo El gran dictador. Pero todos parecen estar hablando de eso, de “lo difícil de hacer humor con un tema así”. “La responsabilidad”. Como si no se hubieran filmado ya mil películas que tratan sobre los nazis. Por eso es misterioso, también, que se refieran a Jojo Rabbit como una sátira: la película no se burla de un tipo social, de una clase, ni siquiera de una nación; trabaja con estereotipos ya fijados hace décadas por la cultura. Además, la sátira entraña siempre un riesgo, una provocación: Jojo Rabbit se ríe de los nazis, probablemente el blanco de burlas más seguro del mundo, uno de los últimos bastiones de la comedia en tiempos en los que todos se ofenden por algo. Parodia sí, puede ser. Pero tampoco es solo eso, porque lo que Waititi quiere narrar es una fábula, un cuento visto desde los ojos de un chico, y de golpe, sin que uno se dé cuenta, el director nos introduce en una escena terrible con una maestría que nadie esperaba. Jojo está un poco aburrido cumpliendo sus tareas en la calle y una mariposa lo (nos) conduce a la plaza y a una revelación atroz, todo filmado con un pulso clásico, sin ardides ni golpes bajos. Un momento spielberguiano rematado con planos de casas con ventanas que parecen ojos, una idea cinematográfica para el comentario remanido sobre la complicidad civil del nazismo. Esa escena es un punto de quiebre para la película: allí todo se encauza decididamente hacia la fábula triste, y la comedia, que persiste, queda desdibujada. Pero resulta que me equivoqué en la crítica que imaginé: el cambio de registro, lejos de hundir la película, le insufla un nuevo aire; la tragedia atemperada del descalabro final está contada con la misma ligereza del principio, pero sin la andanada de chistes forzados. Al final se trata apenas de eso, de un cuento sobre la locura nazi. Todo lo demás, las críticas o los elogios (que fueron mayoría) a no sé qué valentía de Waititi, la idea incomprensible de que es algo difícil hablar de nazismo, todo eso es apenas el síntoma de otra cosa, de una época hinchada de solemnidad que se toma en serio cualquier cosa, hasta una película con un Hitler imaginario.