Una infancia posible durante el nazismo. La sobreabundante cantidad de películas alusivas a la segunda Guerra Mundial convierte en una empresa ardua el intento de originalidad sobre la temática. En efecto, el mainstream norteamericano ha llevado, una y otra vez, ese conflicto bélico a las pantallas por la facilidad argumental para el planteo maniqueísta que permite (auto)reconocer el Bien en la propia patria frente al Mal ostensible en el Holocausto nazi. Ese planteo funcional con el ethos de libertad y democracia que difunde mayoritariamente la producción made in Hollywood, no sólo resultó beneficioso para la propia industria –tal como lo demuestra la cifra copiosa de películas– sino, también, trascendió fronteras con la realización italiana La vida es bella (1997). Si bien allí el heroísmo sacrificial castrense que explota predominantemente el cine norteamericano es dejado de lado –en tanto media el antecedente exitoso de hidalguía civil de La lista de Schindler (1993)– con el protagonismo del buenudo hasta el hartazgo de Guido (Roberto Benigni), quien decide altruistamente escamotear los vejámenes de un campo nazi a fin de evitar la percepción del horror a su joven hijo, no obstante La vida es bella mantiene incólume el dualismo maniqueo en el cual no hay posibilidad de emergencia del Bien en el Mal ni viceversa.
Ese es, precisamente, el esquema narrativo que elige dinamitar Jojo Rabbit. Resolución a partir de la cual su director obtiene toda la frescura y singularidad sobre el asunto remanido de la 2ª Guerra. Así, la voladura de las convenciones del mainstream ambiciona deformar (tal como el estallido de una granada desfigura, en el inicio de la película, el rostro del protagonista) las puestas en escena biempensantes sobre la guerra que organiza el planteo maniqueísta. De ahí la decisión de Waititi de revertir ese esquema situando la perspectiva narrativa en la otredad ominosa, vale decir, el Mal nazi personificado por el protagonista de la película Johannes Jojo Betzler (Roman Griffin Davis), un niño fervientemente admirador del Tercer Reich enlistado en las juventudes hitlerianas.
La mirada infantil –predilecta en el cine de Waititi desde Boy (2010)– permite suspender los juicios de valor del mundo adulto, de modo que no habrá, entonces, una representación aleccionadora y moralizante sobre el nazismo, tal como han montado reiteradamente anteriores películas referidas a la guerra. Entre paréntesis, la sanción al proyecto de Hitler aparece (para tranquilidad de la platea afecta a la corrección política) muy brevemente expresada en algunos diálogos mantenidos por los personajes adultos, ámbito periférico al mundo de la niñez que ordena el argumento de Jojo Rabbit. Por otro lado, tampoco Johannes es presentado como víctima de la propaganda fascista del Estado nazi (y, aquí, nuevamente el corrimiento del film de un planteo de buena conciencia), puesto que la concesión de voz narrativa a un niño impide –en función de conservar la verosimilitud– recurrir a criterios y razonamientos propios de la mentalidad adulta.
Los niños pueden ser crueles y virulentos (quien dude de ello puede leer los cuentos protagonizados por chicos que escribió Silvina Ocampo), pero no dejan de ser precisamente eso: niños. El mérito de Waititi está en narrar objetivamente, esto es, sin la subjetividad adulta, el descubrimiento del mundo –el cual es, en Jojo Rabbit, el mundo del Tercer Reich– desde los ojos de un niño de diez años. De allí el Hitler consejero imaginado por Johannes que irrumpe frecuentemente en el momento de la toma de decisiones, junto con la representación monstruosa de la víctima (la otra herejía de Waititi al relato moralizante de la guerra) cuando aparece en escena Elsa Korr (Thomasin McKenzie), la judía escondida por la madre del protagonista en la casa familiar que desatará el conflicto central.
Podés ser feliz acá…podemos crecer juntos es la cita con la cual Waititi abre Boy, pero también permite leer la apuesta de Jojo Rabbit consistente en narrar la percepción e imaginería infantil sobre el propio entorno. Fantasías que poco a poco son abandonadas en simultaneidad con el proceso de crecimiento (¿acaso convendría nombrarlo como maduración en el mundo desbordado de Waititi?), tal como deja entrever hacia el final el film.