Una infancia posible durante el nazismo. La sobreabundante cantidad de películas alusivas a la segunda Guerra Mundial convierte en una empresa ardua el intento de originalidad sobre la temática. En efecto, el mainstream norteamericano ha llevado, una y otra vez, ese conflicto bélico a las pantallas por la facilidad argumental para el planteo maniqueísta que permite (auto)reconocer el Bien en la propia patria frente al Mal ostensible en el Holocausto nazi. Ese planteo funcional con el ethos de libertad y democracia que difunde mayoritariamente la producción made in Hollywood, no sólo resultó beneficioso para la propia industria –tal como lo demuestra la cifra copiosa de películas– sino, también, trascendió fronteras con la realización italiana La vida es bella (1997). Si bien allí el heroísmo sacrificial castrense que explota predominantemente el cine norteamericano es dejado de lado –en tanto media el antecedente exitoso de hidalguía civil de La lista de Schindler (1993)– con el protagonismo del buenudo hasta el hartazgo de Guido (Roberto Benigni), quien decide altruistamente escamotear los vejámenes de un campo nazi a fin de evitar la percepción del horror a su joven hijo, no obstante La vida es bella mantiene incólume el dualismo maniqueo en el cual no hay posibilidad de emergencia del Bien en el Mal ni viceversa. Ese es, precisamente, el esquema narrativo que elige dinamitar Jojo Rabbit. Resolución a partir de la cual su director obtiene toda la frescura y singularidad sobre el asunto remanido de la 2ª Guerra. Así, la voladura de las convenciones del mainstream ambiciona deformar (tal como el estallido de una granada desfigura, en el inicio de la película, el rostro del protagonista) las puestas en escena biempensantes sobre la guerra que organiza el planteo maniqueísta. De ahí la decisión de Waititi de revertir ese esquema situando la perspectiva narrativa en la otredad ominosa, vale decir, el Mal nazi personificado por el protagonista de la película Johannes Jojo Betzler (Roman Griffin Davis), un niño fervientemente admirador del Tercer Reich enlistado en las juventudes hitlerianas. La mirada infantil –predilecta en el cine de Waititi desde Boy (2010)– permite suspender los juicios de valor del mundo adulto, de modo que no habrá, entonces, una representación aleccionadora y moralizante sobre el nazismo, tal como han montado reiteradamente anteriores películas referidas a la guerra. Entre paréntesis, la sanción al proyecto de Hitler aparece (para tranquilidad de la platea afecta a la corrección política) muy brevemente expresada en algunos diálogos mantenidos por los personajes adultos, ámbito periférico al mundo de la niñez que ordena el argumento de Jojo Rabbit. Por otro lado, tampoco Johannes es presentado como víctima de la propaganda fascista del Estado nazi (y, aquí, nuevamente el corrimiento del film de un planteo de buena conciencia), puesto que la concesión de voz narrativa a un niño impide –en función de conservar la verosimilitud– recurrir a criterios y razonamientos propios de la mentalidad adulta. Los niños pueden ser crueles y virulentos (quien dude de ello puede leer los cuentos protagonizados por chicos que escribió Silvina Ocampo), pero no dejan de ser precisamente eso: niños. El mérito de Waititi está en narrar objetivamente, esto es, sin la subjetividad adulta, el descubrimiento del mundo –el cual es, en Jojo Rabbit, el mundo del Tercer Reich– desde los ojos de un niño de diez años. De allí el Hitler consejero imaginado por Johannes que irrumpe frecuentemente en el momento de la toma de decisiones, junto con la representación monstruosa de la víctima (la otra herejía de Waititi al relato moralizante de la guerra) cuando aparece en escena Elsa Korr (Thomasin McKenzie), la judía escondida por la madre del protagonista en la casa familiar que desatará el conflicto central. Podés ser feliz acá…podemos crecer juntos es la cita con la cual Waititi abre Boy, pero también permite leer la apuesta de Jojo Rabbit consistente en narrar la percepción e imaginería infantil sobre el propio entorno. Fantasías que poco a poco son abandonadas en simultaneidad con el proceso de crecimiento (¿acaso convendría nombrarlo como maduración en el mundo desbordado de Waititi?), tal como deja entrever hacia el final el film.
El vicepresidente maldito. La trama de Vice se plantea como una vida ejemplar negra: algo así como el revés del self-made man que alimentó y alimenta (administración Trump mediante) el mito norteamericano de país pródigo en oportunidades. En tal sentido, la película de McKay se encarga de relatar cómo un don nadie, proclive a beber en exceso e iniciar pleitos –según retrata la secuencia inicial– asciende progresivamente hasta ocupar la cúspide gubernamental de la nación más poderosa del mundo, parafraseando aquí el discurso nacionalista de supremacía blanca dado al Cheney interpretado por Christian Bale. De ahí la intervención insistente de un misterioso personaje narrador en el film (de quien conoceremos recién en el desenlace su propia participación en los eventos de la trama), encargado de datar e hilvanar los episodios de la vida de Cheney que conforman su carrera ascendente hasta la vicepresidencia, hito final certificatorio de la fábula patriótica norteamericana de tierra de prosperidad asegurada. Narrador verdaderamente locuaz, puesto que McKay no sólo le asigna referir los hechos del biografiado sino, también, le hace pronunciar largas alocuciones didácticas que recuerdan en demasía las lecciones brindadas por Francis Underwood en House of cards respecto de los entretelones del quehacer político en la Casa Blanca. Estos comentarios del narrador que ilustran al espectador sobre la sagacidad de Chaney y su articulación con la fantasmagoría de la bonanza de oportunidades intrínseca a los Estados Unidos, hacen explícita la intención de McKay de componer un retrato de hombre público que refleje el envés de los ideales norteamericanos. Reflejo que busca desembozadamente espejar la imagen del presidente actual con su eslogan ganador de Hacer grande a América otra vez (aludido en Vice con la cita del discurso del también republicano Ronald Reagan), cuya proclama abreva y distorsiona –si seguimos la tesitura de McKay– el mito de país dadivoso en posibilidades para el desarrollo individual. La moraleja emerge, entonces, clara: pervertida la chance de progreso que provee la magnificencia de los Estados Unidos con la opción de Cheney por el Mal (o el Diablo, según la musa inspiradora declarada por Bale), el idílico self-made man resulta un monstruo. Anomalía corporeizada en el magnate despiadado que retrata Vice, presto para decidir –una vez lograda la hazaña de conquistar el poder político– la invasión y expropiación de los recursos de países periféricos, a fin de incrementar el propio patrimonio junto al de empresarios amigos. Cheney y Trump un solo corazón, sermonea recursivamente la película de McKay, aunque ese tono aleccionador pretenda ser escamoteado mediante breves intervalos de chistes y escenas de gags creadas ad hoc por el entrometido narrador del film. De tal forma, si la puesta presenta la vida de Cheney como contraejemplo, la moraleja conlleva un llamado conservador a salvaguardar el american way of life, nuevamente amenazado por el arribo de otro magnate inescrupuloso a la Casa Blanca. Interpelación rayana con la moralina de poner la casa en orden, frustrante de la pretendida radicalidad autoproclamada por los realizadores de la película (aunque, claro, el gesto rebelde de la biografía no autorizada sirva para promocionar, y vender, entradas). Así, Vice está más próxima a Primary Colors por el común cuestionamiento indulgente sobre las formas de ejercicio del poder (en tanto la biopic de McKay expresa un malestar centrado en la actitud bravucona de Cheney), antes bien que la crítica de fondo al sistema político formulada por Welles en Citizen Kane. Es harto conocida la dificultad para lograr simbiosis entre el arte y la política; Vice no parece particularmente saber resolver con eficacia esa relación conflictiva.
Sálvese quien pueda Las reglas que inventaran el subgénero de zombies para el cine de terror mainstream impone la representación alegórica sobre el contexto social. Desde la inaugural Night of the living dead (1968), George Romero advirtió que el zamarreo y control del personaje negro de Ben (Duane Jones) ejercido sobre la blonda Bárbara (Judith O’Dea) abría para los films de zombies la posibilidad de referirse oblicuamente a temas urticantes del american way of life evadiendo, en tal sentido, una puesta excluyentemente gore con escenas antropofágicas protagonizadas por famélicos muertos vueltos a la vida. Ahora bien, Invasión zombie (2016) no es un mero ejercicio de importación de códigos hollywoodenses reubicados en una locación oriental (y, por otro lado, factible de leer como devolución de favores a las remakes norteamericanas hechas sobre originales del cine de terror asiático, sintomática de la mentada crisis de ideas en la industria). El film surcoreano aprehende la lección del maestro Romero y, consiguientemente, escenifica los temores de esa comunidad estratificada, populosa y tecnificada en la turba rudimentaria y arbitraria que personifica la otredad riesgosa de la amenaza zombie. De ahí que el cuestionamiento legible en el film a la lógica capitalista (posible continuidad argumental de Dawn of the dead, de 1978, donde Romero plantea la supervivencia de la embestida zombie en términos de lucha entre clases), ordene una puesta en escena donde son abismados los presupuestos que regulan dicho sistema productivo. En este punto, el axioma medular de lucro incesante que dinamiza la economía capitalista contemporánea –encarnada por el personaje protagónico de Kim Chang-han, quien trabaja como ejecutivo de una financiera– encuentra su envés terrorífico en la propagación inmediata de la aberración zombie, cuyo contagio instantáneo alegoriza el incremento de esa alteridad ignominiosa de desplazados que paulatinamente quedan afuera del mercado. De tal modo, si Dawn of the dead elige como escenario de supervivencia al shopping, en tanto lugar simbólico del consumo encabalgado con el ejercicio de ciudadanía (donde el periplo de supervivencia exhibe una trayectoria ascendente traccionada por el acceso a los pisos más altos del edificio comercial, metaforizando claramente la pirámide social), Invasión zombie reescribe la alegoría mediante la carrera precipitada entre los vagones dirigida a arribar a la máquina locomotora (lugar de control), suponiendo dejar atrás a los monstruosos y peligrosamente infecciosos zombies. Ejercicio de relegamiento legible como paráfrasis de la segregación social acometida contra los desclasados del mercado, el film imagina el progresivo encierro profiláctico de los seres indeseables (los zombies), cuya garantía de seguridad nunca es total debido a la continua amenaza latente de infiltración de esos otros abominables dentro de la comunidad de supervivientes. El raid de supervivencia dependiente de la agilidad de abordar a tiempo los vagones sin presencia de zombies sirve para que el film plantee, entonces, el debate moral comprendido por la elección entre la salvaguarda egoísta de sí mismo o la lucha altruista por la supervivencia colectiva. Controversia que Invasión zombie explicita erróneamente de forma rimbombante con la interpelación de buena conciencia incoherente para la perspectiva del personaje infantil de Soo-An (una suerte de Mafalda de carne y hueso asiática), quien hace un cuestionamiento altisonante a la ambición de su padre. De tal modo, si el conflicto filial resuelve en la lección bienpensante de la lucha mancomunada para la supervivencia colectiva –y, en tal sentido, cohesiva con una moral pública de ciudadanía, y aquí no resulta casual que Soo-An luzca en su vestimenta los colores de la bandera de Corea del Sur–, la película desiste de un desenlace creativo como, por caso, exploró Confessions (2010, Tetsuya Nakashima) con su idea políticamente incorrecta de venganza contra niños que inspira el amor maternal. Desatino argumental que, en la resolución sacrificial convencional, desanda la tensión narrativa construida a lo largo del film por las condiciones cada vez más acuciantes de supervivencia y la caída continua de pasajeros del tren a la ingesta caníbal, multiplicando, consiguientemente, la población zombie que acecha a esa minoría protegida: toda una metáfora del capitalismo. Por último, fuera de la evaluación del film de Sang-ho Yeon, no deja de ser alarmante la tendencia ascendente de las distribuidoras a comercializar más copias dobladas que subtituladas (en este caso, puntualmente, la [des]proporción es de 184 contra 149 en idioma original). Más allá de la discusión chauvinista que acarrea la cuestión de la lengua, resulta paradójico que películas dirigidas a adultos recurran a la herramienta del doblaje prevista para el consumo del público infantil analfabeto. Paradoja que, incluso, refuerza el argumento de Invasión zombie, donde la pérdida de la propia voz es patología sintomática de conversión monstruosa en zombie.
LA BURLA INCANSABLE La matriz creativa del cine de De la Iglesia radica en el exceso. La gramática compositiva insiste una y otra vez en gags que –lejos de una sucesión gradual- conforman una totalidad desbordada. De allí la cadencia vertiginosa que impide detenerse demasiado en un chiste, funcional para la eficacia argumental que resulta de su acumulación. En tal sentido, ese ritmo desenfrenado sitúa la apuesta cómica preferentemente en la broma ridiculizante, antes bien que en el ejercicio paródico. Privilegio que hace a la ganancia del cine por la erosión de la solemnidad crítica sobre la sociedad del espectáculo que sugiere el film. Proposición –felizmente- mantenida a raya, a fin de evitar el despropósito de que el tema transcienda a la propia puesta en escena. La introducción continua de plots cómicos que hace avanzar a las dos historias contiguas de stars y extras reunidos para grabar un programa televisivo, uniforma un tono gracioso de sketch que repele el posicionamiento moralizante de De la Iglesia sobre la industria mass-mediática. De hecho, la protesta de trabajadores de la televisión es presentada como amenaza de fin de la ficción delirante que se propone, inmediata a la salida a la realidad que supone el abandono del artificioso set televisivo que comparte fronteras con el propio relato cinematográfico. Cuando todo es tan absurdo (dice uno de los personajes) ya nada importa demasiado y, allí, es factible leer el eje compositivo de De la Iglesia. Axioma internalizado magistralmente por Raphael con la actuación travestida de sí mismo en el personaje de Alphonso, no tanto por las actitudes excéntricas de divismo, sino debido a la mostración orgullosa de la performance kitsch que subrepticiamente ha cohabitado la puesta escena de los recitales del cantante español. Filiación consumada entre la gestualidad banal con el histrionismo desembozado que provoca la recursividad de gags estructurante enlas comedias de De la Iglesia. Posiblemente, relación adelantada en la cita oblicua de Balada triste de trompeta (2010), donde se reproducen fragmentos de Sin adiós (1970, también protagonizada por Raphael), a propósito de la ambientación en los estertores de la dictadura franquista, revisados socarronamente en ese film de De la Iglesia.Vínculo funcional entre la política dictatorial de censura con la música pasatista de Raphael que se sugería en Balada…, en Mi gran noche se vuelve explícita en la actuación de Alphonso acompañada con filmaciones de Franco reproducidas en las pantallas que sirven de escenografía al set televisivo, rematada por la interpretación –nada casual– de la canción Escándalo. Pese a ello, la escena no sostiene un señalamiento sancionatorio, puesto que la simultaneidad de enredos hace una summa de fiesta desbocada que esquiva la consumación de una risa amarga. Si bien el cine de De la Iglesia amalgama asuntos en un producto final hilarante, sus films recientes evidencian un particular interés por referir a los ídolos que entroniza la sociedad de consumo contemporánea. De ahí la posibilidad de reunir –en un eventual tríptico- a Mi gran noche por su burla a la TV junto a La chispa de la vida (2011) con su mostración de las deslealtades entre publicistas que, finalmente, encuentra sus víctimas en los cultores de la imagen que protagonizan El crimen ferpecto (2004). Films que desembozan en la escena hiperbólica montada por De la Iglesia, la propia estructura ficticia de estos dioses artificiales que reinan en la sociedad moderna. Quizás, ese gusto por el absurdo llegue a sobresaturar algunas escenas malogradas de Mi gran noche (pensamos en la lascivia juvenil del ídolo Adanne), junto a la sobredimensión kitsch de Alphonso que, si bien erige un personaje memorable, sustrae relevancia a los restantes protagonistas, haciendo tambalear el esquema de comedia coral. De todos modos, De la Iglesia sostiene un relato coherente y atractivo que consigue desmitificar el mundo televisivo mediante los seres descomunalmente frívolos y vanidosos que lo habitan.
7 cajas made in Paraguay Quizás la escena inicial en la cual el protagonista, Víctor (Celso Franco), mira fascinado la película emitida por TV, suponga la propia puesta en abismo de 7 cajas. En tanto la construcción del plot conjuga el marco externo de los géneros clásicos, dirigidos a enfocar la rutina interna de la vida paraguaya, la película consigue un relato inteligente al mismo tiempo que atractivo, cautivando la mirada coincidentemente con la contemplación embelesada que muestra Víctor. Por ello, el film es consciente de que no puede darse el lujo de la solemnidad: la economía narrativa es puro vértigo por cuanto la trama elige recursos truculentos efectistas, cuyo privilegio desvía a la reflexión moral que impone ralentizar los tiempos en el relato. No hay momento para el bajón, el fondo social deprimente permanece como tal: esto es, escenografía explicativa de la cadencia precipitada de los hechos, dentro de la cual hay que salir todos los días a ganarse (o perder) la vida. El vértigo formal también tematiza en la violencia cotidiana del mercado donde se ambienta la película, en el cual la lógica de vida –legible en términos de supervivencia– alegoriza las relaciones perversas de explotación diaria, naturalizadas en el esquema asimétrico que distingue las regiones de la periferia capitalista. Aquí, todo no sólo puede ser vendido sino que debe, puesto que las condiciones sociales son paupérrimas en virtud de un estado únicamente presente para el castigo (aunque, torpemente, la policía siempre está acechando), precipitando las chances de que la vida acabe en cualquier momento (sea por no tener dinero para un medicamento, un embarazo descuidado por la necesidad de trabajo, o el transporte de lo que fuere a cambio de la recompensa en dólares). Si el estado desaparece, también invisibiliza la noción de ciudadanía: antes bien de paraguayo, se es guaraní (aquí tampoco hay lengua oficial, sino habla enrevesada entre castellano y guaraní), en la misma dirección que antes de vecino, se es consumidor: ahí el deseo de Víctor por comprar el teléfono celular desencadenante de toda la acción. Ahora bien, esa representación acierta en la evasión de la tentación por el tono moralizante en tanto la narración no se eleva sobre los personajes, sino que introduce la cámara fisgona en ese otro mundo para imaginarlo portador de un código propio. De este modo, la empatía con los habitantes es construida mediante el uso correcto de géneros: no diremos magistral, porque creemos que ello implica un plus de desvío creativo (pensamos en Tarantino y más cercano, Caetano), aquí ostensiblemente ausente por la fuerte reproducción de las convenciones. Esto último ocasiona que, por momentos, el film recaiga en escenificaciones sobrecodificadas cuya cita explícita resiente la ficcionalización local que intenta montar 7 cajas. Al respecto, destaca la resolución folletinesca que explicita el rol de villano en Nelson (carretillero enemistado con Víctor), mediante la toma insistente de una sobreactuada mirada fulminante (Derek Zoolander, un poroto) junto a la puesta en escena de las persecuciones que calca la gramática norteamericana. Particularmente aquí, la escena en la cual Víctor corre tras quien ha robado una de sus cajas es diferenciable sólo por el vestuario y ambiente pobres respecto de la secuencia seriada de acción vertiginosa, plausible de reconocer en cualquier producción del montón hollywoodense. Allí mismo es válido interrogarse sobre el valor calculado con la mera reproducción convencional, en tanto si la pretensión es demostrar la capacidad de realización local en términos mensurables por el big entertainment, cualquier desplazamiento en la gramática de géneros institucionalizada emerge como riesgo innecesario. Quizás –a expensas de comparaciones siempre odiosas–, hubiera sido esperable de este opus uno de la dupla paraguaya Maneglia-Schémbori, la propia reinvención del policial hecha por Stagnaro-Caetano, otra dupla que supo apropiarse del género mediante el protagonismo de los jóvenes abúlicos de Pizza, birra, faso (1998), declaración de principios de la ciudadanía consumista cobijada en los años del menemismo, tan cercana a la ambición de vida o muerte que Víctor experimenta por comprar el teléfono celular
La última fábula de Tornatore La temática recurrente sobre las emociones humanas en el cine de Tornatore permite distinguir en su más reciente película la puesta en escena montada en torno a la interpelación de la ejemplaridad del amor. De allí, que la historia de enamoramiento entre la pareja protagónica deba revisitar los tópicos sentimentalistas afianzados en la cultura masiva, con el fin de renovar la fábula del amor sin barreras cuya cita solventa la anécdota narrativa central del film. A propósito, aquí es oportuno recordar la tendencia de Tornatore por enmarcar sus historias dentro de lo fabulesco donde, precisamente, la indagación moralista sobre los rasgos humanos –característica de ese género– reviste, además, una función pedagógica que fija el valor de la trama en el exemplum. Ahí entonces la diagnosis moral portada por el argumento de sus películas, efectivamente pensadas como parábolas funcionales para perpetuar un deber ser de manual. En este punto, una declaración del director en relación a La mejor oferta corrobora esta orientación ideológica, asimismo extensible para el resto de su obra: “Vivimos una época en la que todo lleva a una inhibición de sentimientos, a vivir esos sentimientos de una forma completamente distinta a cómo se vivían antes (…), hoy tenemos una idea falsa de lo que es un sentimiento verdadero.” De esta manera, la ausencia de incorreción política extractable de la cita permite explicar que la revisión de la fábula de amor hecha por La mejor oferta no resienta la credibilidad del gran público en las fórmulas sentimentalistas sujetadas por el ideal normalizador de las relaciones sexuales, sino, por el contrario, actualiza argumentos que avivan la identificación empática con esas ensoñaciones, de modo de resguardar la perspectiva conservadora estimativa de un valor per se en lo tradicional. Este didactismo de statu quo que inspiran las tramas de Tornatore adopta, para una mejor exposición argumental de su tesis, la secuenciación propia de las novelas de aprendizaje. Así, el derrotero experiencial de los protagonistas culminante en el descubrimiento emotivo significativo (en este film encontrarse enamorado, tal como antes fue en Cinema Paradiso el saber madurar), simultáneamente, reenvía a la fábula en tanto ello, también, puede leerse como lección moral, coincidentemente dispuesta hacia el cierre del relato. De este modo, la condensación del sentido de la historia en la escena final sigue la narrativa del cine clásico, donde la resolución de la trama es contigua a la contundencia reflexiva sobre la anécdota referida: aquí, la advertencia ejemplar por parte del héroe (un prestigioso subastador de obras de arte con nombre sugerentemente arquetípico: Oldman) sobre los costos insumidos en la riesgosa entrega idealizada respecto de la posibilidad real de existencia de un amor desinteresado (y allí mismo, entre paréntesis, la mencionada parábola surgida por la connotada analogía frustrada entre el valor cotizable de la autenticidad artística detentada profesionalmente por Oldman, respecto de la vivencia biográfica inmensurable de subjetividad cautivada por el enamoramiento verdadero que experimenta íntimamente el personaje). Ahora bien, este recorrido privado de Oldman de aprendizaje amatorio exhibe, en su envés, la posibilidad de servir como modelo público ejemplar en tanto el entramado del film reproduce literalmente la economía cursi del sentimentalismo folletinesco, donde, precisamente, lo estereotipado del relato reivindica la moral cristalizada por las buenas costumbres. Otra vez, aquí, la tradición falazmente estimada por Tornatore como valor auténtico en desprejuicio a su efectiva construcción histórica (noción visible en todo su cine por el dualismo entre la italianidad de los pueblos opuesta al cosmopolitismo corruptor de la ciudad), motiva la cita fidedigna de la fábula de amor en La mejor oferta. A riesgo, claro está, de la divulgación ideológica reaccionaria. Baste comparar aquí los contraejemplos en el Saló de Pasolini (1975) o Barbe Bleue de Breillat (2009), preparadas como contrafábulas del relato original. Este conservadurismo conceptual, si bien retrotrae la suspicacia interpelante sobre el lugar común, por otro lado implica ganancia estructural en la medida que el entramado ingenioso entre los clisés da por resultado un relato cautivante en el cual, verdaderamente, la fábula es reciclada. De ahí que el film, también, funcione como cuento de hadas, donde el prototípico rescate caballeresco de la dama sucede con el combate heroico de Oldman contra la agorafobia que padece la amada: lucha para la cual previsiblemente es invocado el poder redentor del amor (notorio exceso, distintivo de la gramática folletinesca, no ahorrado en ningún momento por la película). Aunque –preciso es comentarlo– hacia el final, ese heroísmo masculino revele falibilidad. Y allí, el acierto de ambigüedad para la escena última, donde la decisión de Oldman admite una lectura tanto de altruismo como de humillación personal sobre el personaje. Ambivalencia que implica un giro formal en relación con el previsible fin de las fábulas pero resguarda el contenido de perspectiva conservadora sobre el amor –atendiendo a la pasividad culminante del protagonista–, lejana con los arrebatos del deseo que inspira el amor-pasión, cuya ausencia es aquí debidamente conveniente con el propósito de ejemplaridad. Aun así, lo fabulesco identificable en el cine de Tornatore recupera desde la puesta en escena auspiciada por las majors hollywoodenses –condicionante en el habla y reparto principal norteamericano–, el mito originario del cine como fábrica masiva de fábulas ligado con la convocatoria universal de las tramas imaginadas por los directores-faro que forjaron la industria mainstream de entretenimiento. Vuelta entonces de Tornatore hacia la matriz del cine, paralelamente significada por las mismas majors, como apuesta riesgosa en tanto anacronismo escindido de las demandas testeadas en el mercado. De allí una posible explicación sobre el estreno local retrasado, que pareciera requerir la influencia de las premiaciones (aquí, el celebrado paso de La mejor oferta en los premios italianos David de Donatello junto con el prestigio de Tornatore como director oscarizado) a modo de póliza que garantice la venta de entradas.