Corre, conejo
En Jojo Rabbit, un niño nazi debe decidir entre Adolf, su amigo imaginario, y el misterio de una chica judía. Pero la historia naufraga a costa del humor.
El tema es espinoso. Con el humor como arma en plena contienda, la mayor parodia a Adolf Hitler la propinó Charles Chaplin en su imperecedera El gran dictador (estrenada en los Estados Unidos en 1940, y en la Argentina –curiosamente– cinco años más tarde, cuando la guerra había terminado), con el propio Chaplin como el ficticio tirano y racista Adenoid Hynkel, un gracioso juego de palabras sobre el sujeto en cuestión. Pero para los estándares del humor moderno, las parodias más potentes e imaginativas llegaron entre los cincuenta y setenta, durante la era dorada de la comedia británica. En I’m Alright Jack (John Boulting, 1959), Peter Sellers encarna a un excéntrico comerciante y militante de izquierda, con todos los ticks del líder nazi. Entre 1969 y 1973, en su tira televisiva On The Buses, Stephen Lewis hizo su propia parodia con el personaje Cyril “Blakey” Blake, un inspector de los famosos colectivos de doble piso. Spike Milligan –junto a Sellers, Harry Secombe y Michael Bentine, uno de los fundadores del seminal programa radial The Goon Show– estuvo en el campo de batalla; quedó tan traumatizado por la guerra que publicó un libro de memorias (Adolf Hitler: My Part In His Downfall, 1971) y realizó una desopilante parodia que mezclaba a Hitler con el crooner George Formby, un mediocre cantante con ukelele que permanentemente recibía tortazos.
Las más memorables parodias pertenecen al show televisivo que resultó la culminación de todos esos experimentos británicos: Monty Phyton’s Flying Circus. Ya en la primera emisión, de 1969, el sketch “La broma más graciosa del mundo” (sketch como palabra por aproximación, ya que las ocurrencias de los Phyton podían cortarse abruptamente y retornar en sucesivas emisiones), los aliados inventaban un chiste que resultaba ser letal. Aun probado con las máximas prevenciones, quienes se exponían al chiste morían literalmente de risa, y demostró ser un arma infalible en cada incursión a terreno alemán. (En un tiro por elevación al humor germano, los Python permiten que los nazis hagan su propia traducción alemana del chiste, una contraofensiva que resultó obviamente inocua). Pocos años después, el grupo retomó el tema con “Hitler en Inglaterra”. El Lobo sobrevive a la Caída y pretende rearmar el Tercer Reich en Londres, refugiado como inquilino de una ingenua familia de clase obrera. Con un John Cleese al tope del paroxismo (pese a conservar uniforme y bigote, pretende pasar desapercibido como “Hilter”) y Michael Palin como su torpe asistente, “Hitler en Inglaterra” es otro antes y después que se apunta Monty Phyton en el terreno de la sátira.
Con semejantes precedentes, pobre Taika Waititi. El guionista, actor y director neozelandés irrumpió en los festivales de cine independiente con What We Do In The Shadows, una imaginativa vuelta de tuerca al mundo de los vampiros desde la comedia. El film de 2015, que codirigió, muestra la mundana vida de un trío de vampiros (del que forma parte) que intenta acoplarse al estilo de vida humano. Pagan sus impuestos, quieren meterse en clubs bailables y lidian con otros inquilinos, siempre de manera catastrófica. La película fue su carta blanca para entrar a Hollywood, y así se puso al hombro Thor: Ragnarok, otra secuela del universo Marvel. Jojo Rabbit es un intento por volver al terreno de la sátira. Se trata de una adaptación –realizada por el propio Waititi– del best-seller Caging Skies, de Christine Leunens, que promete mucho más de lo que entrega.
Jojo Rabbit viene de ganar el premio del público del Festival Internacional de Toronto, en el reciente otoño boreal. Es fácil descubrir su atractivo: buenas actuaciones, buenas intenciones, una moderadamente buena ambientación en (¿Austria? ¿Alemania?) pleno Tercer Reich. Pero hurgando un poco, se nota de entrada cierta incompatibilidad entre el material narrativo y el tratamiento cinematográfico. Jojo Betzler –genialmente interpretado por el británico Roman Griffin Davis, de 12 años– es un niño militante de la Juventud Hitleriana, demasiado sensible para convertirse en nazi ejemplar. Cuando su entrenador, el Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell), le pide como muestra de coraje que degüelle a un conejo, Jojo no se atreve y libera al animal. Ese episodio le otorgará su apodo. En casa, el panorama no es mucho mejor. Su madre, Rosie (Scarlett Johansson), es una opositora al régimen que oculta a una adolescente judía en el ático; su hermana mayor, Anja, ha muerto. Para lidiar con la situación, Jojo tiene un amigo imaginario: ni más ni menos que el propio Adolf, interpretado por Waititi. Es un Hitler ridículo, que reclama los saludos más enérgicos (“¡Podés hailearme mejor que eso!”, le recrimina). ¿Cómo insertarle humor a un personaje que parece una versión light de Oskar, el protagonista de El tambor de hojalata? Después, si espiamos por el ojo de Google, descubrimos que la novela de Leunens no es una comedia, y que tampoco incluye a un Hitler imaginario.
Para reformatear la historia, Waititi utilizó referencias familiares. Sin duda se divirtió con el Hilter de John Cleese. Y hay numerosas instancias que lo acercan al cine (para muchos discutible, pero inimitable) de Wes Anderson. El tontamente malo Klenzendorf, su grotesca asistente Fraulein Rahm (Rebel Wilson), la ridícula representación de la Juventud Hitleriana, el amigo Yorki, demasiado nerd para las SS (es gordito, de anteojos y dice frases iluminadas), son como decorados de fondo que recuerdan a Rushmore y Moonlight Kingdom, films donde el norteamericano lidia con el coming of age y que posiblemente son, al mismo tiempo, los más logrados. Waititi incluso copia la marca en el orillo de Anderson: su hábito de utilizar canciones pop para subir la stamina de algunas escenas. Incluye “I Want To Hold Your Hand” de los Beatles mientras circulan imagines de archivo, con jóvenes alzando la mano, y “Heroes” de Bowie para el momento más emotivo –pero claro, utiliza las versiones cantadas en alemán. Es todo demasiado obvio.
Menos previsible –y mucho más atractivo– es el lazo que establece Jojo con Elsa (Thomasin McKenzie), la chica judía que se oculta en el ático, cuyo paralelo con Ana Frank es asimismo insoslayable. La mezcla de odio, atracción y curiosidad que proyecta el pequeño Roman en la adolescente es algo que raramente consiguen actores profesionales. Asimismo, McKenzie es una contendiente de mucho mayor peso que el Hitler de Waititi. Impávida, retruca acusaciones como dagas, que dejan al chico estupefacto, primero, y seguidamente lo van acercando. Incluso los diálogos son más frescos. “Nosotros (los judíos) fuimos elegidos por dioses; ustedes, por hombres a los que ni siquiera les crece el bigote”, lanza en una ocasión. En otra, a requerimiento de Jojo, quien pretende redactar un informe sobre sus enemigos, Elsa bromea seriamente, “Nosotros podemos leer las mentes”. “¿Incluso mentes alemanas?”, pregunta temeroso Jojo. “No”, responde Elsa, “son muy gruesas para penetrarlas”. Tal vez el neozelandés se haya inspirado al escribir esos diálogos. O tal vez –lo más probable– funcionan porque Roman y McKenzie fueron el mejor acierto de su película.