En una noche de verano de un pequeño y soñado pueblo de la costa francesa, una joven y bella adolescente de diecisiete años tiene su primera vez. El escenario es más que ideal y el galán, un rubio alemán que ronda los veinte años, no escatima belleza. Todos los indicios parecerían pronosticar un amor de verano de esos que no se olvidan fácilmente. Los días transcurren inundados por una luz mágica que se filtra entre los árboles que se mueven con la brisa y que atraviesa las ventanas abiertas de las casas; una luz que refleja destellos en el inmenso mar azul, en las arenas blancas y en las calles adoquinadas del pueblo. Sin embargo, hay algo que se le escapa a esa luz. En la oscuridad de la noche de su primera vez, Isabelle, con la mirada vacía, se separa de su propio cuerpo y observa la escena como un completo extraño.
François Ozon se propone la arriesgada tarea de dar cuenta de la iniciación sexual de una adolescente que parece tenerlo todo: una familia, un buen pasar económico y, sobre todo, una desbordante belleza. El verano terminó y el París otoñal se convierte en el escenario donde una nueva Isabelle se descubre, la que comienza de modo tan natural como insólito a prostituirse. El relato sigue su curso en una aparente normalidad. A través de sus ojos percibimos ese pequeño mundo tranquilo, el de una chica que decide, como quien decide anotarse en el gimnasio, tener sexo con extraños en hoteles caros y recibir una buena suma de euros por ello. No hay detención en los detalles, no hay reflexión; todo pasa por inercia. Y es en ese espacio casi vacío donde Ozon ubica al espectador, que se empeña en tratar de comprender a lo largo de toda la película cuáles son los verdaderos motivos que llevan a una chica que tiene todo para deslumbrar a querer sumergirse en la oscuridad de un mundo aparentemente ajeno.
Algo se quiebra en la mitad del film. El invierno llega y todo parece derrumbarse en el mundo de Isabelle. Ese espacio vacío que el espectador va tanteando medio a ciegas ahora es compartido con la familia, que tampoco comprende los motivos que llevaron a la protagonista a encarar una doble vida. El relato se expande inteligentemente y revela una supuesta relación extramatrimonial de la madre, un padre ausente, un hermano por demás curioso con la sexualidad de su hermana mayor y un padrastro que parece no darle importancia a los hechos y que los justifica como una forma de descubrimiento de la propia sexualidad.
Esa aparente armonía que rodea la vida de Isabelle funciona de algún modo como la falsa consciencia burguesa, en un intento desesperado por creer que las cosas tienen que ser de determinada forma porque sí. Isabelle debe cumplir con las normas implícitas que tanto su familia como la sociedad imponen. Su rol como mujer en el ámbito público y en el privado viene prefigurado más allá de sus deseos y determinaciones. Pero ella decide quebrar las normas de manera radical e inesperada. No como una forma de liberación (nadie supondrá que la prostitución es un ejercicio de la emancipación femenina), sino como una defensa y un contraataque. Su mirada vacía y desafiante y su aparente insensibilidad ante los cuestionamientos de su entorno ubican a esta protagonista bella y enigmática en una postura de rebeldía silenciosa, aunque parezca una rebelde sin causa.
En una fiesta organizada por un compañero de escuela, vemos a Isabelle en su entorno supuestamente natural, caminando entre jóvenes que toman alcohol, se besan, bailan y tienen sexo, todo eso alocadamente. Isabelle los observa con una tenue sonrisa que devela soberbia y ternura a la vez, como si comprendiera la farsa que significa pertenecer a un sistema preconfigurado de relaciones y de comportamientos humanos. Ella, definitivamente, no pertenece a ese mundo.