“Este pueblo tuvo mucha gente, y después, empezaron a irse…”. Hay un lugar en la Argentina llamado Santa Vera Cruz. Es un pueblo con más o menos cien habitantes y está situado a unos dos mil metros sobre el nivel del mar. Se lo encuentra en la punta de lo que se denomina “La Costa Riojana” y no porque esté bordeado de mar sino porque lo rodean extensos cerros. Tiene una escuela rural, una sala de atención primaria en salud, una iglesia y una plaza. El clima es seco, llueve poco y se cultiva principalmente el nogal y la oliva. La página web de turismo de La Rioja no lo nombra. En cambio, otra sobre campings argentinos dice que “se ubica en un gran valle, tiene casas distanciadas entre sí y es una característica las variadas flores que en ellas se cultivan.” Wikipedia destaca entre sus atractivos el Castillo de Dionisio, peculiar vivienda surrealista devenida museo. En apariencia no habría mucho más para decir de un pueblo que es como cualquier otro, perdido en el amplio y desolado territorio argentino. Pero hay apariencias que engañan. Nicolás Purdía y Pablo Rey, directores de Un lugar en el tiempo, se instalaron en Santa Vera Cruz a observar en silencio las caras arrugadas y los paisajes desérticos, a escuchar atentamente las voces algo ásperas y resignadas de un grupo de hombres de avanzada edad que ven como el tiempo se les escurre entre unos dedos gastados de tanta tierra seca. El escenario de la película se presenta imponente y a la vez inmutable. A través de grandes planos observamos paisajes despoblados, montañas invadidas por arbustos y cactus, abismales siluetas recortadas por un sol implacable y nubes que avanzan rápidas sobre un suelo árido y espinoso. A lo lejos, una pequeña casa acentúa el contraste entre la inmensidad del entorno y la soledad de un puñado de habitantes. Marcial, “el viejo del acordeón”, relata con nostalgia la inevitable caída en el olvido de su pueblo: “No suena ni truena, Santa Vera Cruz…”. La cámara muestra aquello que ocurre cotidianamente, sin invadir: la cosecha de aceitunas, el mate, las guitarreadas, el rebusque de nueces, la misa, la carneada de animales, el riego proveniente de las acequias, los asados. En una radio se escucha la posible candidatura de Menem a la gobernación, en otra se aconseja siempre votar con la guía invisible de Dios. Un perro bebe la sangre de un cerdo recién degollado, otro pasa delante de un grupo de hombres echados en el frente de una casa mientras esperan impasibles la caída del sol. Un viejo auto amarillo atraviesa la ruta desértica mientras suena una guitarra que tiñe toda la imagen de un clima de western criollo. Ahí, en medio de esa pasividad imperturbable, se filtran los mismos reclamos de siempre: el abandono de las fincas y la agricultura familiar, la emigración de la juventud y, principalmente, la falta de agua. Pero no todo es monotonía en Santa Vera Cruz. Por un lado está Pedro, improvisado agente turístico de la zona que organiza las visitas guiadas al famoso y polémico Castillo de Dionisio. Envuelto en un entusiasmo digno de un visionario, imagina un turismo astrológico o contemplativo mezclado con yoga y otras yerbas como estrategia para rescatar al pueblo de la apatía y encauzarlo en el progreso. También están los jóvenes de afuera, jóvenes que llegaron en busca de aquello que las grandes urbes les negaron, el contacto con la naturaleza y el trabajo con la tierra. El rally de burros se presenta como el acontecimiento en el que se mezclan con los lugareños, el evento en el que todos empujan para el mismo lado: la victoria del burro. Por último, las elecciones terminan por resignificar todo el relato; en unos comicios irregulares -que parecen salidos de la ficción más absurda y hacen olvidar el tono documental- triunfan los de siempre y la sospecha de que nada cambiará deviene inevitable. Llega la noche y con ella el asado, la guitarreada y el fogón. Los viejos y los jóvenes comparten -con la naturalidad y espontaneidad que permite una cámara invisible- anécdotas y silencios, pero sobre todo una mezcla de esperanza y resignación. Un deseo que por momentos se vuelve utópico, el de rescatar a Santa Vera Cruz del olvido.
Doc, tirado en su sillón, fuma otro cigarro de marihuana. Su ropa desaliñada y veraniega y sus pómulos bronceados nos indican que muy cerca está la playa. Más concretamente, detrás de la casa que habita, desaliñada y veraniega como su ropa, se extiende el mar y su infinita sensación de libertad. La música acompaña excelentemente el clima. Hasta aquí, incipiente retrato de la época del amor libre y la experimentación de todo tipo. Excepto por el hecho de que Doc es un investigador privado y que su ex novia, luego de aparecerse de improviso en su casa y contarle un plan siniestro para hacer desaparecer a su nuevo novio, un magnate millonario, termina desapareciendo junto a él, quizás en un barco en altamar. En su séptima película, Paul Thomas Anderson decide llevar al cine la novela homónima de Thomas Pynchon, editada en 2009. Se podría decir que ambos comparten una estética similar en relación a la estimulación hiperbólica de todo tipo: en los diálogos frenéticos, en los personajes excéntricos, en la trama enmarañada y en el consumo de drogas. La historia, que oscila ambivalente entre la comedia y el policial, pareciera funcionar solo como una excusa para contar un clima, el de finales de los 60 y la decadencia de todas sus proclamas. Ya no se puede esconder la violencia que se hace carne en el narcotráfico, en las políticas belicistas y en los asesinos desquiciados como Charles Manson. Shasta, su gran amor, a quien todavía no logró olvidar, está en manos de quién sabe qué grupo de personajes siniestros. El “paz y amor” dura sólo segundos de película. Doc (Joaquin Phoenix), ante la desaparición de Shasta, deberá lidiar con un sinfín de personajes tanto o más excéntricos que él para llegar a la verdad. Su personalidad holgazana a lo Lebowsky le jugará una mala pasada en más de una ocasión. Su olfato detectivesco lo pondrá en riesgo otras tantas veces. El laberinto que debe sortear es indescifrable para el espectador, porque la narración se deshace en potenciales recorridos con múltiples personajes que entran y salen dejando huellas de historias paralelas inabordables. Quizás todo el entramado de situaciones exageradas y bizarras no es más que una excusa para captar de manera encarecidamente ambiciosa, como lo suele hacer Anderson, un estilo de vida que pereció hace tiempo. Tanto la estética como la música tienen un valor intrínseco más allá del relato. Los escenarios psicodélicos, el vestuario retro, los pasadizos oscuros e inundados de niebla, las fiestas diurnas en las piletas de las mansiones, las sectas, los grupos narcos, los prostíbulos de ruta, son parte de un rompecabezas que la misma velocidad de los acontecimientos impide armar. Entonces uno se queda con esos detalles, esos gestos, algunas buenas actuaciones, situaciones simpáticas, un sinfín de componentes sueltos que son los que en definitiva construyen la película. La historia en sí importa poco: da lo mismo haber comenzado por el final o por el medio. La resolución se da tan naturalmente como lo fue la instalación del conflicto. No hubo tiempo para asimilar la ruptura del orden establecido y tampoco lo hubo para el reordenamiento del mismo. Todo sucede fugaz en estas casi tres horas de película en las que pareciera que no sucede mucho, o que suceden tantas cosas que al final no sucede ninguna, o que lo que sucede, por más estruendoso que parezca en su superficie, es tan volátil que es difícil de aprehender. El vicio propio se define, en el universo de los seguros, como mala calidad, defecto o daño físico inherente a la naturaleza propia de los bienes o cosas aseguradas. En cierta medida, tanto los personajes como esa sociedad de la que forman parte, terminan siendo conscientes del daño intrínseco e irreparable. Una forma de vida, la de los 60, la del hipismo, de la marihuana y el amor libre, se está desvaneciendo por sus mismas contradicciones. Vicio propio es la alegoría del fin de una era.
En una noche de verano de un pequeño y soñado pueblo de la costa francesa, una joven y bella adolescente de diecisiete años tiene su primera vez. El escenario es más que ideal y el galán, un rubio alemán que ronda los veinte años, no escatima belleza. Todos los indicios parecerían pronosticar un amor de verano de esos que no se olvidan fácilmente. Los días transcurren inundados por una luz mágica que se filtra entre los árboles que se mueven con la brisa y que atraviesa las ventanas abiertas de las casas; una luz que refleja destellos en el inmenso mar azul, en las arenas blancas y en las calles adoquinadas del pueblo. Sin embargo, hay algo que se le escapa a esa luz. En la oscuridad de la noche de su primera vez, Isabelle, con la mirada vacía, se separa de su propio cuerpo y observa la escena como un completo extraño. François Ozon se propone la arriesgada tarea de dar cuenta de la iniciación sexual de una adolescente que parece tenerlo todo: una familia, un buen pasar económico y, sobre todo, una desbordante belleza. El verano terminó y el París otoñal se convierte en el escenario donde una nueva Isabelle se descubre, la que comienza de modo tan natural como insólito a prostituirse. El relato sigue su curso en una aparente normalidad. A través de sus ojos percibimos ese pequeño mundo tranquilo, el de una chica que decide, como quien decide anotarse en el gimnasio, tener sexo con extraños en hoteles caros y recibir una buena suma de euros por ello. No hay detención en los detalles, no hay reflexión; todo pasa por inercia. Y es en ese espacio casi vacío donde Ozon ubica al espectador, que se empeña en tratar de comprender a lo largo de toda la película cuáles son los verdaderos motivos que llevan a una chica que tiene todo para deslumbrar a querer sumergirse en la oscuridad de un mundo aparentemente ajeno. Algo se quiebra en la mitad del film. El invierno llega y todo parece derrumbarse en el mundo de Isabelle. Ese espacio vacío que el espectador va tanteando medio a ciegas ahora es compartido con la familia, que tampoco comprende los motivos que llevaron a la protagonista a encarar una doble vida. El relato se expande inteligentemente y revela una supuesta relación extramatrimonial de la madre, un padre ausente, un hermano por demás curioso con la sexualidad de su hermana mayor y un padrastro que parece no darle importancia a los hechos y que los justifica como una forma de descubrimiento de la propia sexualidad. Esa aparente armonía que rodea la vida de Isabelle funciona de algún modo como la falsa consciencia burguesa, en un intento desesperado por creer que las cosas tienen que ser de determinada forma porque sí. Isabelle debe cumplir con las normas implícitas que tanto su familia como la sociedad imponen. Su rol como mujer en el ámbito público y en el privado viene prefigurado más allá de sus deseos y determinaciones. Pero ella decide quebrar las normas de manera radical e inesperada. No como una forma de liberación (nadie supondrá que la prostitución es un ejercicio de la emancipación femenina), sino como una defensa y un contraataque. Su mirada vacía y desafiante y su aparente insensibilidad ante los cuestionamientos de su entorno ubican a esta protagonista bella y enigmática en una postura de rebeldía silenciosa, aunque parezca una rebelde sin causa. En una fiesta organizada por un compañero de escuela, vemos a Isabelle en su entorno supuestamente natural, caminando entre jóvenes que toman alcohol, se besan, bailan y tienen sexo, todo eso alocadamente. Isabelle los observa con una tenue sonrisa que devela soberbia y ternura a la vez, como si comprendiera la farsa que significa pertenecer a un sistema preconfigurado de relaciones y de comportamientos humanos. Ella, definitivamente, no pertenece a ese mundo.
La primera imagen se centra en un grupo de siluetas blureadas bailando un vals. No vemos los rostros de los bailarines ni el espacio en que se encuadra la acción. Solo percibimos un movimiento lento, acompasado, persistente y sutil. Así comienza la historia. Este baile se nos devela íntegramente nítido más adelante en la trama, en medio de las manifestaciones por una educación pública en Chile. La multitud de personas caminando y observando alrededor, las banderas, pancartas, los cantos y el ruido sordo de la calle no logran romper con la armonía de estos bailarines amateurs. Más bien se podría decir que el entorno se fusiona con ellos. El ritmo de los pasos y de la música se extiende más allá del baile hacia el acontecimiento total. Es la expresión de una lucha que, como una orquesta, va desplegando su música de forma casi natural. Una lucha que, aunque sea origen y resultado de infinitos debates, tiene un recorrido inevitable, como un río que se desplaza por su cauce. El vals de los inútiles es un documental que por momentos se confunde con la ficción, y esto se debe al modo de construcción de sus protagonistas: Darío, un estudiante del Instituto Nacional, colegio de la elite de Santiago, y José Miguel, un veterano profesor de tenis. La pantalla intercala imágenes de ambos despertando, lavándose la cara y los dientes, desayunando y preparándose para un nuevo día. Edison Cajas concibe estas identidades, distantes en apariencia (en términos generacionales e ideológicos), a partir de un pulso interno afín. La cámara se encarga de hacer visible ese pulso a medida que se acerca y se aleja sin invadir, como si fuese invisible y a su vez pudiese captar lo esencial. Darío y sus compañeros practican en su clase de música el himno casi retrógrado del Instituto. José Miguel alecciona a sus pequeños alumnos sobre el sacrificio que implica querer ser mejor tanto en el tenis como en la vida. Detrás de la rutina de estos personajes está la manifestación en las calles. Ese aparente contraste entre la responsabilidad y la sumisión, por un lado, y la libertad que conlleva la lucha y el reclamo, por el otro, se va borrando poco a poco. El relato adquiere mayor intensidad a partir de la inclusión paulatina y creciente de un tercer personaje, omnipresente y simbólico: la protesta. Cajas elige, por sobre la multitud, a los corredores, un grupo que da vueltas alrededor de la Casa de la Moneda con el objetivo de completar las 1800 horas, que equivalen a los 1800 millones de pesos necesarios para garantizar una educación pública, laica y gratuita. La maratón casi infinita también es lenta, acompasada, persistente y sutil. Como el vals. Poco a poco Darío y José Miguel se van a animando a lanzarse a la carrera, primero como observadores, luego como participantes activos. Darío decide, junto a sus compañeros, tomar el colegio y resignar el año lectivo. José Miguel revela, a través de viejas fotos, un pasado como estudiante universitario secuestrado y torturado por la dictadura. Sin embargo, a pesar de que las acciones van tomando formas más concretas, el relato nunca abandona ese tono intimista y sensorial. Como en todo documental, el director elige contar aquello que está ahí, que es real e indiscutible, a través de su propia mirada. En El vals de los inútiles, salvo en contados casos en los que una frase resume todo (“Estatizar la educación es un atentado a la libertad”, escupe Piñera a la cara de miles de estudiantes), lo que más sobresale son las imágenes y los sonidos, más que los diálogos. De los hechos concretos nos podemos enterar por los diarios o internet. Cajas logra así despojar a las manifestaciones de esa teatralidad elocuente y las transforma en acontecimientos absolutamente honestos dotados de un sentimiento de unión por una causa común, tan personal y emotiva a la vez.
El fracaso se puede mostrar como un chiste que no hace gracia a nadie. Así comienza St. Vincent, de Theodore Melfi, la historia agridulce de un viejo gruñón, desaliñado, borracho y jugador que ve pasar inmutable su vida sin sentido. Los espacios que constituyen su mediocre rutina están sobrecargados de humo, basura, papeles viejos, vajilla sucia y fotos de otras épocas, quizás más felices. De la casa al bar, del bar al hipódromo, del hipódromo al cabaret y cuando la noche ya se hace lo suficientemente oscura, todo vuelve al principio. Así una y otra vez cada día. Por supuesto algo tiene que suceder para que esta historia merezca ser contada. Y a partir de un pequeño suceso Vincent inicia su camino de santificación. Los opuestos atraen. La relación con Oliver, el inesperado nuevo vecino y niño sensible, parece ser la única vía por la cual a esta historia gris se le puede descubrir algún que otro matiz de color. La rutina continúa, los paisajes son los mismos, pero Vincent comienza a sentir un aire nuevo. No es un viento que limpia todo lo malo, sino una leve brisa que habilita una lejana esperanza de cambio. Alguna que otra sonrisa entre tanta desgracia. El niño Oliver ofrece la inocencia aun en los entornos más hostiles. El viejo Vincent, en su nuevo rol de baby sitter, ofrece la experiencia de los golpes de la vida. En esta historia de dos opuestos, ambos son alumno y maestro. Afloran los lugares comunes y las escenas recuerdan a otras tantas películas, esas que a Hollywood le encanta fabricar, en las cuales parece que los directores son robots diseñados para repetir fórmulas que se reducen a películas aceptables. Paralelamente a la vida casi sin sentido de este hombre de pocos amigos se despliegan otras vidas, más o menos tristes como la de él. Por ejemplo la de Maggie, esa madre engañada por su marido que debe rehacer su vida, trabajar más de la cuenta y dejar a su hijo a cargo de un vecino poco confiable; o la de Daka, la amiga prostituta embarazada que no parece darse cuenta de su infortunio, por ignorancia o porque tiene una forma positiva de ver las cosas, quién sabe. Los días aparentan transcurrir un poco más amables desde la llegada de Oliver a este barrio de casas modestas de algún suburbio de Estados Unidos. Cuando parece que todo va a seguir así, un poquito mejor que cuando comenzó, otro suceso quiebra la frágil estabilidad del personaje. La fórmula del éxito dice que para resurgir de las cenizas hay que tocar fondo. Vincent debe aprender la lección y entender la moraleja que justifica todo este relato, a saber: que no se puede vivir solo, aislado de las personas y sumergido eternamente en la desgracia, y que siempre hay que darse una nueva oportunidad. A pesar de todas las miserias expuestas, la historia está narrada con cierto humor, calidez e inocencia. Algunas imágenes resultan agridulces, como la de Daka intentando hacer un baile de caño lo menos indigno posible a pesar de su evidente embarazo; o la de Vincent tomando sol en una reposera destartalada con un walkman de la prehistoria que repasa canciones de Dylan, en un jardín que más que jardín parece un terreno abandonado, mientras Oliver da vueltas a su alrededor con una añeja cortadora de pasto. Los lugares comunes y la moralina se pueden tolerar porque los personajes, los espacios y los objetos esconden cierta fragilidad que los hace más reconocibles y queribles. En esta época de tanta admiración hacia los antihéroes del cine, no es algo menor. Sobre todo si ese antihéroe es nada más y nada menos que Bill Murray.