La clave sobre Joy: el nombre del éxito, de David O. Russell, que se estrenó hoy en Buenos Aires, la ofreció el siempre lúcido David Walsh en su crítica para el World Socialist Web Site: "Puede ser que frente a la actual penuria económica generalizada y la ausencia de cualquier sentido de una alternativa política emergente, lo mejor que el cineasta piensa que puede hacer es perpetuar ilusiones y mitos en la creencia de que la población necesita algo para mantenerse en marcha. Pero sería mucho mejor decir la verdad sobre la situación".
La película, como se difundió profusamente, está inspirada en el caso real de una treintañera de clase media baja que en los noventa inventó el Lampazo Milagroso (sic), lo vendió a todo Estados Unidos a través de programas de televenta tipo "Llame ya" y se hizo millonaria. Russell cuenta esta (otra) historia de una mujer que se construyó a sí misma en forma de cuento de hadas, e incluso, como para darle más fantasía al asunto, ubica la narración en la voz en off de una muerta. Así, como señaló Walsh, perpetúa el mito de que si se quiere se puede, que todo es posible si se tiene fuerza de voluntad.
Pero como el director no es ningún tonto echa mano a un recurso cada vez más habitual para tomar distancia de lo que muestra: la autoconciencia. En lugar de, por ejemplo, preguntarse cuán necesario es un lampazo que se enjuaga solo y se puede lavar en el lavarropas -o cualquier otro de esos productos supuestamente milagrosos que nos venden como si fueran esenciales para la vida moderna- o insinuar alguna alternativa política al asunto, el director apenas puede condimentar con un poco de ironía su cuentito y dejar en claro que, bueno, él es consciente de que lo que está narrando es un poco más de lo mismo. Esa distancia irónica que funcionaba en Escándalo americano -esencialmente, una película sobre las apariencias- acá resulta cuanto menos ingenua.
Russell, dijimos, no es ningún tonto, y entonces además de la autoconciencia introduce en Joy algunas pinceladas que intentan dejar en claro que él sabe que el sueño americano también tiene algo de pesadilla. La protagonista está a cargo de una familia muy disfuncional, alejada de cualquier imagen de felicidad, y el mundo de los negocios está habitado por algunos inescrupulosos que intentan enriquecerse con el trabajo ajeno. Pero en el fondo el sistema funciona: no hace falta más que una idea y algo de tenacidad para salir del pozo e incluso empezar a hacer beneficencia, que no es más que otra forma de replicar las inequidades del sistema (como la muestra la escena final, otro ejemplo de autoconciencia, con Jennifer Lawrence sentada detrás de un escritorio en una versión bondadosa de Marlon Brando en el comienzo de El padrino).
Si Joy no llega a ser un desastre es porque Russell tiene buen pulso para narrar ciertas escenas (en particular algunas bochincheras y caóticas situaciones en el comienzo), porque suele musicalizar con ingenio (aquí suenan bellas canciones de Cream y Bruce Springsteen, entre otras) y porque eligió un sólido elenco, desde el protagónico indiscutido de Lawrence -una actriz que parece tener un potencial ilimitado- hasta sólidos secundarios como Robert De Niro, Diane Ladd, Isabella Rossellini y, sobre todo, Virginia Madsen. Pero estaría bueno que en lugar de perpetuar mitos inherentes al sistema alguna vez nos proponga alguna alternativa.