El estreno de Rogue One, spin off o desprendimiento de la saga de La guerra de las galaxias, parece confirmar que el universo ficcional creado por George Lucas hace 40 años no tiene nada nuevo para ofrecer. Ya se había visto en El despertar de la fuerza: en lugar de expandir o enriquecer ese mundo fantástico, la nueva trilogía se conforma con canibalizarlo. Se trata más de un ejercicio de nostalgia que de una estrategia narrativa, y el resultado no deja de ser triste: la maravillosa telenovela espacial ha perdido su encanto para transformarse, acaso definitivamente, en apenas un objeto de consumo.
La clave sobre Joy: el nombre del éxito, de David O. Russell, que se estrenó hoy en Buenos Aires, la ofreció el siempre lúcido David Walsh en su crítica para el World Socialist Web Site: "Puede ser que frente a la actual penuria económica generalizada y la ausencia de cualquier sentido de una alternativa política emergente, lo mejor que el cineasta piensa que puede hacer es perpetuar ilusiones y mitos en la creencia de que la población necesita algo para mantenerse en marcha. Pero sería mucho mejor decir la verdad sobre la situación". La película, como se difundió profusamente, está inspirada en el caso real de una treintañera de clase media baja que en los noventa inventó el Lampazo Milagroso (sic), lo vendió a todo Estados Unidos a través de programas de televenta tipo "Llame ya" y se hizo millonaria. Russell cuenta esta (otra) historia de una mujer que se construyó a sí misma en forma de cuento de hadas, e incluso, como para darle más fantasía al asunto, ubica la narración en la voz en off de una muerta. Así, como señaló Walsh, perpetúa el mito de que si se quiere se puede, que todo es posible si se tiene fuerza de voluntad. Pero como el director no es ningún tonto echa mano a un recurso cada vez más habitual para tomar distancia de lo que muestra: la autoconciencia. En lugar de, por ejemplo, preguntarse cuán necesario es un lampazo que se enjuaga solo y se puede lavar en el lavarropas -o cualquier otro de esos productos supuestamente milagrosos que nos venden como si fueran esenciales para la vida moderna- o insinuar alguna alternativa política al asunto, el director apenas puede condimentar con un poco de ironía su cuentito y dejar en claro que, bueno, él es consciente de que lo que está narrando es un poco más de lo mismo. Esa distancia irónica que funcionaba en Escándalo americano -esencialmente, una película sobre las apariencias- acá resulta cuanto menos ingenua. Russell, dijimos, no es ningún tonto, y entonces además de la autoconciencia introduce en Joy algunas pinceladas que intentan dejar en claro que él sabe que el sueño americano también tiene algo de pesadilla. La protagonista está a cargo de una familia muy disfuncional, alejada de cualquier imagen de felicidad, y el mundo de los negocios está habitado por algunos inescrupulosos que intentan enriquecerse con el trabajo ajeno. Pero en el fondo el sistema funciona: no hace falta más que una idea y algo de tenacidad para salir del pozo e incluso empezar a hacer beneficencia, que no es más que otra forma de replicar las inequidades del sistema (como la muestra la escena final, otro ejemplo de autoconciencia, con Jennifer Lawrence sentada detrás de un escritorio en una versión bondadosa de Marlon Brando en el comienzo de El padrino). Si Joy no llega a ser un desastre es porque Russell tiene buen pulso para narrar ciertas escenas (en particular algunas bochincheras y caóticas situaciones en el comienzo), porque suele musicalizar con ingenio (aquí suenan bellas canciones de Cream y Bruce Springsteen, entre otras) y porque eligió un sólido elenco, desde el protagónico indiscutido de Lawrence -una actriz que parece tener un potencial ilimitado- hasta sólidos secundarios como Robert De Niro, Diane Ladd, Isabella Rossellini y, sobre todo, Virginia Madsen. Pero estaría bueno que en lugar de perpetuar mitos inherentes al sistema alguna vez nos proponga alguna alternativa.
Un importante preestreno, de Santiago Calori, cuenta la historia -oral e improbable, aclara el subtítulo- de la cinefilia porteña, que durante años fue un faro para la región. El fascinante recorrido va desde los problemas con la censura y las formas de gambetearla (como los míticos tours cinéfilos hacia Uruguay) hasta la irrupción del video hogareño y la desaparición de las salas de Lavalle y los cines de barrio, que cambiaron para siempre la forma de ver películas. Distribuidores cuentan sus desopilantes ocurrencias para colgarse, con adquisiciones berretas, de los grandes éxitos de la época, o la forma en que trataron de aprovechar el destape de los primeros años de la democracia. Hay algunos momentos notables, que Calori resuelve con inteligencia y humor desde el montaje. Uno es el caso del estreno de Julie Darling (1983), que el inefable Claudio María Domínguez rebautizó, pícaro, como Déjala morir adentro. Cualquier cinéfilo que se precie debería conocer esa historia, y sin embargo en el cine, frente a la pantalla, la carcajada surge naturalmente por el modo preciso con el que se construye el suspenso. Hay algo de genuina y hasta necesaria nostalgia en Un importante preestreno, porque lo que se extraña no es una juventud que ya no volverá. Las formas de ver cine cambiaron radicalmente desde de los años noventa, y es difícil no sentir pena por el modo en el que el mercado -con la forma de shoppings, baldes de pochoclo y demás invasores- metió la cola. No todo tiempo pasado era mejor, pero mucha veces ofrecía un encanto que se perdió para siempre.
Nosotros los monos Separados hace unos dos millones de años por la formación del poderoso río Congo, chimpancés y bonobos –los parientes vivos más cercanos a los humanos– evolucionaron de forma diferente en Africa central. Aunque parecidos físicamente, los primeros son más violentos, se agrupan en clanes dominados por un macho alfa y son omnívoros, mientras que los segundos son fundamentalmente frugívoros, tienen una organización matriarcal y le dan al sexo un rol clave, incluso para resolver sus conflictos. ¿La maldad es innata a los seres vivos o se adquiere a partir de la cultura? La pregunta, que intriga a pensadores de muy diversa procedencia desde hace siglos, es una de las cuestiones centrales de El planeta de los simios: confrontación, que este jueves llegó a los cines. En la primera parte de esta revisión de la clásica saga de ciencia ficción –(R)evolución, estrenada en 2011– un experimento en simios que intenta encontrar un tratamiento contra el Alzheimer sale mal y las cosas se desquician. En esta continuación, un virus derivado de aquellos experimentos (la gripe de los monos) mató a gran parte de la población, y los simios superinteligentes y los humanos sobrevivientes intentan convivir, otra vez divididos por el agua (en este caso, el estrecho de Golden Gate, en San Francisco). Los simios son liderados por César, un chimpancé conciliador y dialoguista. Su lugarteniente es Koba, un bonobo resentido por años de maltrato que desconfía de los humanos. Esa tensión guiará gran parte del relato y pondrá en cuestión una máxima de raigambre peronista (y aunque aparece algún gorila en pantalla, esto no intenta ser un chiste fácil): ¿para un mono no hay nada mejor que otro mono? Como pocas superproducciones hollywoodenses, El planeta de los simios: confrontación conjuga reflexión y diversión. Un gran show, que hace un uso discretamente espectacular del 3D y, a su modo, se acerca a las preguntas que vienen inquietando a algunos homínidos desde tiempos inmemoriales.
Dime qué escuchas y te diré quién eres 911 - Llamada mortal es mucho menos de lo que podría haber sido, en gran medida por un final que se inclina por el impacto y la complicidad fácil con el espectador (lo que hace a la película ideológicamente repudiable) en lugar de elegir lo verosímil (que en este caso además hubiera sido moralmente correcto). Pero de todos modos ofrece sus buenos momentos, sobre todo en una larga secuencia, de cerca de media hora, plagada de acción inteligente y buenas ideas. Hay un momento particularmente logrado: el depravado Michael Foster secuestra a la adolescente Casey Welson y la mete en el baúl de su auto; mientras viaja por la autopista escucha Puttin' On the Ritz en la espantosa versión tecno pop de Taco, lo que da indicios de la personalidad del secuestrador (hasta entonces no del todo explicitada) pero también habla de la canción. Este recurso (delinear a un personaje a partir de lo que escucha) se reitera sobre el final. Cuando Foster tiene maniatada a Casey en su escondite y está a punto de hacerle más daño pone un casete en un viejo equipo de música y comienza a sonar Karma Chameleon, de Culture Club. El nuevo contraste rotundo entre lo que se ve y lo que se oye suena, en este segundo caso, a cita, homenaje o directamente copia: es lo mismo que había hecho David Fincher con Enya en La chica del dragón tatuado (2011), algo ya comentado en este blog.
Ilustraciones El cine es cine cuando narra con su propio lenguaje, distinto al de cualquier otra expresión artística (en este sentido, recomendación al paso: vean el cálido e inteligente homenaje de Scorsese a Méliès en Hugo). Un director puede escribir con la cámara o simplemente usarla para ilustrar ideas, suyas o de otro. Esto último se ve muy claro en una escena de La chica del dragón tatuado, donde el cine -el cine de David Fincher, en este caso- se muestra estéril y apenas puede dedicarse a ilustrar. Cerca del final, Lisbeth (Rooney Mara) está buscando información en el archivo privado de la empresa de la familia Vanger. Cruza datos y comienza a advertir una relación entre una serie de asesinatos de mujeres y la ubicación de las plantas de la fábrica. Lisbeth es una hacker que hasta ese momento se había mostrado inteligente, observadora y -como hace notar explícitamente la película- muy memoriosa, a tal punto que en una ocasión se niega a anotar una dirección porque no lo necesita. Pero en ese momento, en el archivo, despliega un mapa de Suecia sobre la mesa y comienza a poner sobre él una foto de cada una de las chicas asesinadas junto a la sede de la empresa cercana al lugar del crimen. Arma una ilustración para mostrarle al espectador qué está descubriendo. El personaje ignora la diégesis y juega para la tribuna: hace algo absolutamente inverosímil, que sólo sirve para informar al espectador acerca de algo que Fincher no supo (o no pudo) resolver de otro modo, más cinematográfico. Alguien podrá decir que se trata de una convención, similar a la que aceptamos, sin mayores cuestionamientos, cuando oímos que en la película los suecos -vaya artificio- hablan en inglés. Yo creo que se trata más bien de una zona compleja de transitar (más compleja aún en estos tiempos en los que la tecnología pone el jaque al suspenso clásico) donde el cine, si no tiene ideas, se vuelve estéril. Pero Fincher es un director capaz de juntar lo peor y lo mejor, de poner en una misma película grandes momentos pegados a otros totalmente fallidos. Lo demostró, sobre todo, en El curioso caso de Benjamin Button (2008). Apenas unos minutos después de la escena descrita arriba hay un momento extraordinario en La chica del dragón tatuado, absolutamente cinematográfico, que deja sutilmente un hueco para que complete el espectador. Martin Vanger (Stellan Skarsgård) obliga a Mikael Blomkvist (Daniel Craig) a ir hasta el sótano de su lujosa casa, que en realidad es un sofisticado cuarto de tortura, donde lo ata y lo deja inmovilizado. Está listo para torturarlo. Pero antes enciende un equipo de música y comienza a sonar Orinoco Flow, de Enya. El rotundo contraste entre lo que se ve y lo que se oye define a Vagner en apenas un instante. Y acaso sea la mejor crítica jamás hecha sobre la canción de Enya, algo así como Claudio María Domínguez a 33 rpm.
Discretamente irreverente Hace unos días María escribió en Espectadores acerca de Los Muppets, y entre otras cosas cuestionó la película porque, aseguró, se nota la mano de Disney, empresa que en 2004 se quedó con los derechos de los personajes creados por Jim Henson. "(...) la Rana René y compañía enfrentan con mejor tino los ambiciosos planes del malvado Tex Richman en la ficción que las consecuencias reales de haber pasado a manos del emporio del viejo Walt", escribió. Pueden estar justificadas las sospechas en torno a Disney y su conservadurismo. Un caso menor aunque muy claro fue el del corto de Pixar Knick Knack (1989), dirigido por John Lasseter, en el que -Disney mediante- la voluptuosa Sunny Miami perdió parte de sus encantos. Pero en Los Muppets hay al menos dos motivos que dan por tierra con las sospechas. El primero, más endeble, son las críticas de la Fox, conservadora cadena de noticias estadounidense, que definió a René, Figaredo y compañía como comunistas. "¿Qué es lo que está pasando aquí? ¿Está el Hollywood más liberal utilizando la lucha de clases para lavar el cerebro de nuestros chicos? ¿Acaso estamos en la China comunista?", planteó Eric Bolling, del programa Follow the Money. Hay otro argumento más sólido, que a diferencia del anterior no depende de quién lance las críticas sino de los méritos de la propia película. Es una breve línea de diálogo que aparece sobre el final. Cuando Los Muppets ya lanzaron su nuevo show en búsqueda de fondos para recuperar su viejo teatro, algunas estrellas del espectáculo llegan para sumarse a la movida. Entre ellos aparece Selena Gomez, que, a modo de explicación, le dice a René: "Realmente no sé quiénes son ustedes; mi mánager me dijo que venga". Además de divertido, el chiste es genial. En parte porque habla del paso del tiempo, uno de los tema centrales de la película (y de todo el cine). Pero sobre todo porque utiliza a la propia Selena Gomez, una Disney Girl pura y dura, para cuestionar al emporio del viejo Walt. La joven cantante no sólo no sabe quiénes son los Muppets (es decir, no entiende nada), sino que además hace lo que le dicen, sin autonomía ni, en consecuencia, alguna posibilidad propia de creación. Selena hace lo que sus productores de Disney le dicen que haga porque todo en ella apunta a generar rentabilidad, y entonces conviene que se sume al nuevo y exitoso show. Los Muppets, película producida y distribuida por Disney aunque discretamente irreverente, se ríe de eso, lo que revela la astucia de sus realizadores más que un posible sinceramiento de Selena y/o Disney. Los Muppets no sólo es una película feliz, sino además -acaso como todas las películas realmente felices- inteligente.
"La tocás a ella y te mato... ¡Te mato!" En la escena del interrogatorio de El secreto de sus ojos -reveladora del pensar de la película- el acusado Isidoro Gómez admite su culpabilidad en el crimen luego de ser víctima con un infantil ardid. Furioso porque cuestionaron su virilidad, insulta a Irene Menéndez Hastings y le pega una trompada. "La tocás a ella y te mato... ¡Te mato!", grita luego -tarde- Benjamín Esposito, cuando Gómez ya había tocado a Irene. Unthinkable (2010), de Gregor Jordan, es básicamente la escena de Campanella transformada en un loop de 97 minutos. Luego de cada golpe del torturador profesional "H" Humphries sobre el terrorista Steven Younger la agente del FBI Helen Brody reacciona indignada. "Esto es inconstitucional", esgrime de entrada, ante los primeros maltratos. "Si le hace daño los nenes, lo mato", agrega una hora después, cuando el torturador hace entrar a la sala de tortura a los hijos del terrorista. Pero quizá lo peor de la película no sea su postura a favor de la tortura, planteada a partir de un dilema moral tan simple como tramposo y una puesta en escena que no sabe escapar del plano-contraplano. Lo más jodido es que ni siquiera plantea alguna alternativa para pensar el asunto desde otro lado. "No negociamos con terroristas", dice sobre el final la agente Brody, personaje que funciona como la reserva moral de la película. Ahí, justamente, está el problema. Afortunadamente, Unthinkable tuvo un efímero e irrelevante paso por la cartelera porteña en los últimos días del año pasado. Como si fuera poco la distribuidora local, Distribution Company, decidió titularla con el desgraciado El día del juicio final y se equivocó con el afiche: le puso la cara de Gil Bellows a Michael Sheen.
¿Mi vecino el asesino? ¿Peligro en la intimidad? El primer plano de la película da cierta idea de ecuanimidad. Alguien embiste a mazazos contra una pared, lo que se muestra desde ambos lados, a dos cámaras, en split screen. De un lado de la medianera vive Leonardo, un diseñador bastante snob y algo soberbio que alcanzó el éxito y ahora parece estar más preocupado por los negocios que por sus creaciones. Junto a su esposa y su hija preadolescente habita la imponente Casa Curuchet de La Plata, única construcción del arquitecto Le Corbusier en América latina. Su vecino, ladrillos de por medio, es Víctor, posible vendedor de autos usados con mucha pinta de chanta. Quiere colocar una ventana en su casa "para atrapar una rayitos de sol", según explica. Pero esa abertura da justo al living de Leonardo, a su intimidad, por lo que el conflicto parece inevitable. Este es el planteo básico de El hombre de al lado, la última obra de Gastón Duprat y Mariano Cohn, ganadora del premio al Mejor Película Argentina -compartido con TL-2, la felicidad es una leyenda urbana, de Tetsuo Lumière- en el 24° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. A partir de ahí se ponen en juego el mundo del diseño y su snobismo (desde una mirada irónica), una relación conflictiva entre padre e hija, un matrimonio opaco y, por supuesto, las diferencias de clase entre los vecinos en conflicto. Pero el tema central gira en torno a los prejuicios. ¿Con qué elementos formamos una idea de alguien? ¿Alcanzan las apariencias para trazar el perfil de una persona? En momentos en que la estigmatización parece ser moneda corriente en Argentina la película -sin pretensiones filosóficas pero con la profundidad necesaria- desafía la percepción del espectador. Mientras que El artista (2008) caía de a ratos en la estructura de aquello que buscaba cuestionar (una película interesante, podría decir algún snob mientras se acaricia el mentón con el índice y el pulgar), aquí todo está mejor pulido y forma y fondo, si es que aún vale la diferenciación, van de la mano. Las apariencias engañan "En el terreno de la interpretación su mirada ideológica dará lugar a más de una controversia", escribió Diego Battle en Otros Cines. Bien mirada, la película no debería generar ninguna polémica porque se decide por el único camino posible. La imparcialidad inicial se mantendrá hasta el final. Recién ahí, otra vez con un solo plano, sentará posición. Sin intenciones de adelantar detalles de la trama -menos aún para una obra que muy pocos pudieron ver- se pude decir que cada escena, cada plano deja en claro quién es cada uno de los protagonistas. A diferencia de las películas de Juan José Campanella (en especial Luna de Avellaneda), donde sólo elementos externos a la acción -una concepción de los personajes previa a lo narrado- pueden evitar que el disparo salga por la culata, aquí el asunto funciona al revés. Todo está controlado y las apariencias, entonces, no hacen más que engañar. Quizá el final sea un tanto abrupto, y a la película le hubiese venido mejor reposar unos minutos. Quizá por momentos la narración caiga en algunas digresiones. Pero aún con sus problemas El hombre de al lado será sin dudas uno de los grandes estrenos del año próximo. Mientras una parte del cine nacional parece no haberse enterado de la aparición de Pizza, birra, faso (1997) y otra -con más profesionalismo y mejores ideas, es cierto- no hace mucho más que putear contra el Incaa, Cohn y Duprat ya realizaron dos películas sorprendentes. Quizá lo que moleste a una parte de la crítica es que dos tipos que vienen de la televisión (donde realizaron algunas producciones deplorables), directores un documental (Yo Presidente, 2006) tan insustancial como apolítico, sean los responsables de dos de las más interesante realizaciones que el cine argentino ofreció en el último par de años.
El magnética mirada de Frederick Wiseman Este jueves se estrena una de las películas del año. No, no se trata del delirio onírico de Christopher Nolan (al que quizá le dedique algunas líneas en los próximos días) sino de La danse, el ballet de la Ópera de París, de Frederick Wiseman. No sólo por sus méritos -que los tiene- sino además por lo extraordinario de la situación: es la primera vez que se estrena en Buenos Aires una película del maestro del documental, un tipo con más de 40 años de una trayectoria impecable. La cámara omnipresente de Wiseman se interna esta vez en el Palacio Garnier para recorrer sus oficinas, sus salas de ensayo, sus talleres, sus pasillos. Intransigente en su estilo, el director se dedica a mostrar sin explicaciones, con fragmentos aparentemente inconexos de la vida cotidiana de una de las óperas más prestigiosas del mundo. Su mirada sobre las cosas aparece sutilmente en el montaje, como cuando parece comparar la severidad de un ensayo en el que participan una docena de bailarinas con el entrenamiento militar. El domingo el diario Clarín publicó una breve entrevista a Wiseman. "Ninguna de las personas que aparecen en el filme está identificada y así muchos no sabrán quiénes son Pierre Lacotte y Ghislaine Thesmar. Y conocer que son marido y mujer otorga, creo, una comicidad extra a su escena. En otra, Brigitte tiene una charla telefónica sobre el funeral de un tal 'Maurice', obviamente Béjart. ¿Lo hizo a propósito?", le preguntó la periodista Laura Falcoff, especialista en el tema. El realizador respondió con su habitual parquedad: "Mucha gente encontró muy divertida la escena de Lacotte y Thesmar sin saber que están casados, porque claramente el diálogo entre ellos es el de dos personas que se conocen muy bien. Por otra parte, es evidente que en su conversación Brigitte habla de un funeral. Saber quién es el 'Maurice' que nombra no es el aspecto más importante de la secuencia". Así es La danse: fascinante incluso para quienes ignoramos casi todo sobre lo que se nos muestra. Hay algo magnético en la forma no invasiva de mostrar las cosas. Lo que no hace más que acrecentar las expectativas acerca de la siguiente realización del director: Boxing Gym, que se exhibió en la última edición de Cannes. Wiseman y el boxeo, una combinación irresistible.