Otro sueño americano
Basada en una historia real, la nueva película de David O. Russell se concentra (una vez más) en cómo superar obstáculo tras obstáculo para conseguir la prosperidad económica. Joy: El nombre del éxito (Joy, 2015) resulta un producto disfrutable, pese a que su único atractivo radica en la actuación de Jennifer Lawrence.
Tras haber dado el batacazo con El Ganador (The Fighter, 2010) y El lado luminoso de la vida (Silver Lining Playbook, 2012), el cine de David O. Russell parecía haber encontrado la fórmula perfecta, sobre todo con la última: una pareja atractiva (la mencionada Lawrence y Bradley Cooper), un tema de sensibilidad popular (la depresión y la posterior recuperación vía romance) y un toque “autoral”, como para atraer la atención de los jurados además del OK del público masivo. La propuesta “cerraba”, y la dupla de actores retornó en Escándalo Americano (American Hustle, 2013), una película que no tuvo tanto concenso crítico pero que auguraba más éxito para el realizador. ¿Qué se puede decir de Joy: El nombre del éxito? Antes que nada, que es un retorno al territorio del sueño americano, basado en una historia real que aconteció en Estados Unidos desde la década del 80’. Es la historia de Joy Mangano, una mujer que estuvo a punto de perder su dinero y su propia casa, pero que nunca dejó de creer en su pequeña innovación: un práctico trapeador para utilizar sin necesidad de tener que retorcerlo manualmente. La historia suma una crítica al capitalismo más salvaje, aquel que puede dilapidar una familia entera sin importar que dentro de ella haya una madre divorciada haciendo lo que puede con sus hijos y con su propia vida.
Ahora bien, ¿qué es lo que hace Russell para inclinar la balanza de su lado y conseguir algo más que otro relato de superación más, en el seno de la clase media baja urbana? Poco y nada. Hay algo del “caos” que aparece en sus películas anteriores; cierta urgencia con la que captura el mundo cotidiano, como si la cámara registrara los sucesos diarios como un integrante más que “pispea” lo que ocurre alrededor. Hay, también, una mirada casi fabulesca al comienzo del film, a tono con la percepción de una niña que trata de hacer la suya como puede, mientras que el universo cultiva su propia neurosis. Joy crece, pero a su alrededor todos parecen haber quedado en un estado de inmadurez. Sobre todo sus padres, condenados a comportarse como caricaturas: la madre, deprimida e incapaz de dejar de ver una patética novela que su propia familia parece por momentos imitar; el padre (Robert De Niro), que no tiene dónde caerse muerto y, pese a la separación, sigue viviendo en el mismo hogar.
Jennifer Lawrence sale airosa, nuevamente obligada a asumir un personaje que tiene algunos años más que ella, sobre todo hacia el final del film. Joy atraviesa cada obstáculo con la nobleza de la mejor madera. Y, además, comprende. Tanto, que tolera que en su propia siga viviendo su ex marido (repetición de la generación anterior). La actriz (galardonada hace días con el Globo de Oro) produce que la película funciona “pese a”. Pese a que por momentos es reiterativa, pese a que Robert De Niro no brilla como antaño, pese a que la inclusión de Cooper (como un cínico productor de un programa de telemarketing) es más un gusto del director que otra cosa, pese a que las marcas de autor están ahí para realzar un argumento débil. Es la eficacia del sueño americano, esa incesante máquina de generar sueños que tan bien se llevan con la pantalla grande.