Es atractiva la idea de contar la historia de amor de la pareja más importante de la vida política-popular de la Argentina. Enmarcarla en el lapso que va desde que se conocen en el Luna Park hasta la epopeya del 17 de octubre, antes que se casen, es inteligente porque se centra en un período fértil aún no abordado por el cine que permite el recorrido antes del mito y el foco en la historia íntima de Juan Perón y Eva Duarte, lejos del bronce. La idea de volver sobre los pasos de la leyenda, en un no alusivo pero no por eso menos evidente intención de hacer dialogar a la “primera pareja peronista en el poder” con la segunda y actual, es sin duda, pertinente y oportunista.
La idea es buena, el resultado es pésimo y cuesta creer que la película sea tan mala.
El guión, escrito por Paula Luque con colaboración de Jorge Coscia, es carente de todo. No es posible rescatar un solo diálogo en las escenas románticas ni en las líneas de conflicto como la conspiración militar de intención histórica o el progreso de la relación, que aburre. La intención de desacralizar a dos personajes tan potentes diciendo cosas banales, no los acerca, no los humaniza, más bien los achata.
Las escenas en la cama – el evidente salto de riesgo de la película –, se repiten cuatro veces sin que ninguna cuente nada interesante, sino más bien que resulten chocantes por estar contadas tan baratamente desde la puesta de cámara y la falta de emoción que transmiten los actores, a pesar que intenten lo contrario con pensado frenesí. En algunos pasajes - resalta un desnudo de ambos, abrazados -, se percibe una intención plástica que no convence, un envoltorio lumínico excesivamente artificial que tampoco resulta bello.
Los actores no están bien. Osmar Núñez, de evidente capacidad expresiva, no da con Perón y Julieta Díaz, con algún tic evitista potable de explotar, no convence. Pero lo peor es que falla la química entre ambos. No trasmiten nada, no son la pareja creíble que la película quiere mostrar, conectada y pasionalmente unida, a pesar de que ambos actores hayan declarado lo contrario. Si la pretensión es mostrar el proceso que convierte a Eva en una dirigente, tampoco funciona. A dos o tres frases firmes, de algún contenido, esporádicas pero que podrían ir construyendo la idea – lamentable la escena en que de un arrebato, tira las cosas de una mesa -, se le suman otras en que, mientras Perón da discursos, ella con cara de aburrimiento y la mirada cabizbaja, está demasiado lejos de estar compenetrada con la vida política. Más bien parece obligada.
El resto del plantel de roles, muy malo. Desde Alfredo Casero haciendo un Braden improbable de estilo cha-cha-cha, un Fernán Mirás desaforado, Garzón desdibujado y hasta un Pompeyo Audivert haciendo de un Farrell fuera de tono. Todos mal dirigidos.
La realización es lamentable. La fotografía, a pesar de su intención pétrea, atrasa 30 años; los planos poco interesantes, plano-contraplano para los diálogos, encuadres simétricos no trabajados; planos cortos – como el lamentable de los rostros en la lancha en el Tigre -. Las escenas que trabajan los silencios y las miradas, como manera de descontracturar y volver más intimista el clima, al no alcanzar la intensidad esperada se tornan momentos vacíos del relato. Interesante la idea de recrear fotos conocidas de la pareja pero sólo una – una toma abierta en el Tigre antes de que Perón quede preso en Martín García -logra algo.
La escenografía quiere ser austera y despojada pero resulta chocante aún para ojos no entrenados en las lides de vestuario y ambientación. Mesas sin manteles, tortas de cumpleaños que parecen compradas en COTO, las mujeres siempre despeinadas, tratos informales que suenan improbables, guayaberas que suenan raro. Y sobre todo desentona Eva. Siempre de entrecasa, desarreglada en toda circunstancia, hecho poco creíble para una mujer que estaba entrando en el círculo de poder.
El recuerdo de Esther Goris surge deslumbrante, Víctor Laplace te perdonamos y el guión de Feinmann con la dirección de Desanzo se siente como una película revitalizada.
Por último, la dedicatoria de “Juan y Eva” a Leonardo Favio resulta incomprensible, a no ser en su aspecto nominal, por tratarse de una película apocada, sin pasión, mal encarada y sin interés.