Sentarse en la butaca para ver la última de Lars von Triers, es predisponerse a ver con qué nuevo artilugio nos va a conmover o a enojar. Esta vez, se trata del fin del mundo que se avecina debido al choque de la Tierra con el planeta Melancolía, nombre que invita a una excursión por tristeza y por lo sublime ante la inminencia de la muerte inevitable. Melancolía también y no por casualidad, refiere a un desorden emocional descrito como depresión, dolor e ilusión de auto-castigo. Lars, a través del nombre del planeta rebelde, ofrece una interpretación tanto de la conjunción autodestrucción/condena del destino planetario como al perfil enloquecido de la protagonista Justine, interpretado por Kirsten Dunst. El evidente desarreglo de su personalidad, parece atentar en el mismo día de su boda, contra su “felicidad” pero en el fondo, se puede considerar que, en la brecha que abre su conducta, la potente percepción de quién tiene la capacidad de intuir algo más. Cada personaje, encarna un atributo existencial. Su hermana Clara, - Charlotte Gainsbourg - en su obsesión por la planificación, representa el orden; su futuro marido, la huida por aturdimiento o ignorancia, su madre –Charlotte Rampling – la desaprensión; el marido de la hermana - Kiefer Sutherland -, la futilidad de la racionalidad y la ciencia; el padre, la encantadora frivolidad; el niño, la inocencia. Para todos, el destino inefable tiene guardada la misma conclusión. Durante la boda, aunque la catástrofe ha sido pronosticada en una obertura magnífica entre ensueño e imágenes de pesadillas, no es algo que los invitados parezcan ser conscientes. En el curso de esa larga noche, las dos hermanas irán copando la escena. Clara con la exasperación que conlleva la responsabilidad y la necesidad de control, y Justine, con la inteligencia que porta la locura y que le permite proponer un camino más viable frente a la aniquilación total. Una cabeza flexible piensa caminos más atractivos que una atormentada que brega hacer lo correcto. La versión personal del danés en este Apocalipsis es la de una colisión celeste dada por efectos digitales sorprendentemente encantadores y acompañado por la música Wagner que brindan una potente satisfacción estética cargada de simbolismos, bella fotografía e innumerables referencias a la historia del arte. ¿Cuántas películas existen sobre el fin del mundo o de los peligros de la destrucción masiva? Hollywood hizo decenas. Pero esta catástrofe es contada en escala íntima, vivido en el espacio de un castillo en el marco de la celebración de una fiesta íntima, la tensión sexual, en el drama de los primeros planos, en la crueldad de las pequeñas decisiones, en la suavidad de los gestos. Una vez más, como el director ya había realizado en “Anticristo”, “Melancolía” resulta un teorema sobre el triunfo de la naturaleza por sobre la cultura con el fracaso de todas sus categorizaciones racionales, biempensantes y preñadas de futuro y previsibilidad. Por otra parte, si la mente humana es la fuente de la razón, también es el lugar donde anidan los espacios más hoscos y destructivos de las personas. “Melancolía” es un bello ejercicio en el que Lars Von Triers hace de nosotros - espectadores y amantes de su filmografía - , lo que se le da la gana, dejando aquello que también invade a los personajes del film, en este caso principalmente a su protagonista: un oscuro sentimiento de insatisfacción. Emoción que se combina con un hondo fatalismo que nos envuelve en un profundo agotamiento y desazón. Melancolía. Publicado en Leedor el 22-11-2011
“Las Acacias” es un film de un estilo amable, una narración suave y una consecución fresca pero algo almibarada. Se trata de un film que cuenta la historia de Rubén, conductor de un gran camión que transporta madera de Paraguay a Buenos Aires, y que, como favor a su jefe, accede a llevar a la capital argentina a Jacinta y su hija de cinco meses, Anahí. Ahí van los tres toda la película en un mismo escenario – el camión -, comunicándose a través de gestos mínimos, con las pequeñas variaciones que dejan ver los sentimientos de dos desconocidos que deben compartir un espacio a lo largo de tantas horas. Una historia llana, a veces hasta previsible, contada de manera técnicamente sencilla, logra momentos intensos, afables y en ocasiones, simpáticos. En la economía de recursos y en las limitaciones de una pretendida “gran historia”, radica el encanto de “Las Acacias”, aún en algunos tropiezos en la continuidad del guión o en la coherencia dramática de sus personajes. ¿Cómo hacer para que un film con tres personajes subidos a un camión, mantengan el interés del espectador? Con la empatía que logran los actores entre sí y la descollante presencia de la bebé, quién lleva magistralmente el hilo conflictivo de las relaciones y logra escenas atrapantes que consiguen mantener la atención en toda la película. La conexión de los personajes, permite la resonancia de los pequeños gestos. Ella con un rostro franco y natural, él con una hosquedad que irá cediendo paso a otras sensaciones. El final, un poco lavado, quizá sea el punto más flaco de la película, haciendo obvio lo que antes era sutil, explicitando lo que se había construido más subrepticiamente, corriéndose de esa característica que era la fuerza del relato. Pablo Giorgelli debuta en el largometraje de ficción, un nuevo ejemplo de cine materialmente minúsculo y poco hablado; una historia mínima que requiere del impulso de los premios en festivales para sobrevivir. Y lo tuvo, empezando por un importante galardón de la crítica en Cannes. Publicado en Leedor el 21-11-2011
Lo Bello y lo Triste La protagonista Mija, al tiempo que comienza a faltarle en la memoria palabras simples, decide escribir poesía. Lentamente – ¡sin ser un film lento! Poesía nos introduce en la vida de esta mujer que con los primeros síntomas de alzhéimer debe a afrontar otros problemas, ajenos, concretos, muy serios y mundanos. Se trata de su nieto adolescente – más ausente que ella y agriado en su propio mundo - , a quién tiene a su cargo y se desvive por atender, que se ha metido en un problema personal, grave, y que sólo ella puede resolver, sorteando ribetes morales, económicos y hasta penales. Ver el mundo con los ojos de Mija, desde un costado sensible, casi táctil, en el borde justo de memoria donde la vida toma otro tono, intenso, inesperado, dejando ver al trasluz de la vida cotidiana cómo se desprenden halos de belleza que no hubiéramos imaginado, es una experiencia que nos propone el director surcoreano Lee Chang-dong. La sutileza de los gestos de la actriz Jeong-hee Yoon es una maravilla en un personaje discreto en apariencias pero con una hondura que se va revelando inesperada. Ella, centro lógico del relato, es la catalizadora que nos habla del paso del tiempo, severo como el hecho de contener recuerdos y los olvidos en el puño de una palabra o en el intento de capturar su esencia en su futuro poema, contemplando el color de las flores o el cauce implacable de los ríos. El film mantiene el pulso del relato sin lugares comunes aún resolviendo con simpleza lo complicado y sin tristeza lo trágico. El guión – premiado en Cannes en el 2010 -, es impecable, sobre todo en la presentación de los conflictos y en el devenir de la trama. Y el montaje, ni una escena de más ni de menos en la métrica justa brindando una fluidez que recuerda la mejor literatura oriental – pienso en la japonesa tipo Kawabata. El final, la resolución de esta película debería figurar entre los mejores de los últimos años o por lo menos, entre los que me haya tocado ver recientemente. Sobrio y estremecedor, el último largo plano jugando nieto y abuela a la paleta pelota en la calle es la conclusión de un film generoso a quién esté dispuesto a abrirse a él. Poesía se exhibió en el festival de Mar del Plata el año pasado y el próximo sábado y domingo de enero en la Cinemateca Mon Amour. Publicado en Leedor el 13-01-2011
Es atractiva la idea de contar la historia de amor de la pareja más importante de la vida política-popular de la Argentina. Enmarcarla en el lapso que va desde que se conocen en el Luna Park hasta la epopeya del 17 de octubre, antes que se casen, es inteligente porque se centra en un período fértil aún no abordado por el cine que permite el recorrido antes del mito y el foco en la historia íntima de Juan Perón y Eva Duarte, lejos del bronce. La idea de volver sobre los pasos de la leyenda, en un no alusivo pero no por eso menos evidente intención de hacer dialogar a la “primera pareja peronista en el poder” con la segunda y actual, es sin duda, pertinente y oportunista. La idea es buena, el resultado es pésimo y cuesta creer que la película sea tan mala. El guión, escrito por Paula Luque con colaboración de Jorge Coscia, es carente de todo. No es posible rescatar un solo diálogo en las escenas románticas ni en las líneas de conflicto como la conspiración militar de intención histórica o el progreso de la relación, que aburre. La intención de desacralizar a dos personajes tan potentes diciendo cosas banales, no los acerca, no los humaniza, más bien los achata. Las escenas en la cama – el evidente salto de riesgo de la película –, se repiten cuatro veces sin que ninguna cuente nada interesante, sino más bien que resulten chocantes por estar contadas tan baratamente desde la puesta de cámara y la falta de emoción que transmiten los actores, a pesar que intenten lo contrario con pensado frenesí. En algunos pasajes - resalta un desnudo de ambos, abrazados -, se percibe una intención plástica que no convence, un envoltorio lumínico excesivamente artificial que tampoco resulta bello. Los actores no están bien. Osmar Núñez, de evidente capacidad expresiva, no da con Perón y Julieta Díaz, con algún tic evitista potable de explotar, no convence. Pero lo peor es que falla la química entre ambos. No trasmiten nada, no son la pareja creíble que la película quiere mostrar, conectada y pasionalmente unida, a pesar de que ambos actores hayan declarado lo contrario. Si la pretensión es mostrar el proceso que convierte a Eva en una dirigente, tampoco funciona. A dos o tres frases firmes, de algún contenido, esporádicas pero que podrían ir construyendo la idea – lamentable la escena en que de un arrebato, tira las cosas de una mesa -, se le suman otras en que, mientras Perón da discursos, ella con cara de aburrimiento y la mirada cabizbaja, está demasiado lejos de estar compenetrada con la vida política. Más bien parece obligada. El resto del plantel de roles, muy malo. Desde Alfredo Casero haciendo un Braden improbable de estilo cha-cha-cha, un Fernán Mirás desaforado, Garzón desdibujado y hasta un Pompeyo Audivert haciendo de un Farrell fuera de tono. Todos mal dirigidos. La realización es lamentable. La fotografía, a pesar de su intención pétrea, atrasa 30 años; los planos poco interesantes, plano-contraplano para los diálogos, encuadres simétricos no trabajados; planos cortos – como el lamentable de los rostros en la lancha en el Tigre -. Las escenas que trabajan los silencios y las miradas, como manera de descontracturar y volver más intimista el clima, al no alcanzar la intensidad esperada se tornan momentos vacíos del relato. Interesante la idea de recrear fotos conocidas de la pareja pero sólo una – una toma abierta en el Tigre antes de que Perón quede preso en Martín García -logra algo. La escenografía quiere ser austera y despojada pero resulta chocante aún para ojos no entrenados en las lides de vestuario y ambientación. Mesas sin manteles, tortas de cumpleaños que parecen compradas en COTO, las mujeres siempre despeinadas, tratos informales que suenan improbables, guayaberas que suenan raro. Y sobre todo desentona Eva. Siempre de entrecasa, desarreglada en toda circunstancia, hecho poco creíble para una mujer que estaba entrando en el círculo de poder. El recuerdo de Esther Goris surge deslumbrante, Víctor Laplace te perdonamos y el guión de Feinmann con la dirección de Desanzo se siente como una película revitalizada. Por último, la dedicatoria de “Juan y Eva” a Leonardo Favio resulta incomprensible, a no ser en su aspecto nominal, por tratarse de una película apocada, sin pasión, mal encarada y sin interés.
Nueva película de François Ozon, exhibida en el marco del cierre de pantalla Pinamar. Ozon. El director francés, dueño indiscutido del dominio narrativo que combina dosis de desprejuicio con un conocimiento acabado de las fórmulas de los filmes clásicos. Sus historias suelen centrarse en la indagación de los conflictos de orden emocional y en la denuncia de los desórdenes personales y sociales que el establishment pretende ocultar. Su estética radica en una hábil construcción del plano de inspiración teatral – remitente a uno de sus evidentes maestros, Fassbinder -, con un estilo de actuación y gestualidad que por momentos puede resultar maniquea y artificial en post de representar la dislocación de una realidad y cierta resistencia al tiempo presente de los personajes. La preeminencia del factor femenino y la pérdida de un principio regulador masculino suele ser otro vector común de su filmografía. La fusión de géneros es la opción metafórica que Ozon desarrolla para mostrar los desbordes y estallidos propios del cruce de individualidades. Y por último, el humor, por momentos sencillo, irónico y siempre lúdico aún a costa de arriesgar las banderas ideológicas que él mismo parece levantar. En Potiche, Las mujeres al poder, recorre con creces y en esplendor, estas características que signan su obra. Ambientado, filmado y musicalizado como si fuera 1977, el film trata de Suzanne – Catherine Deneuve - , una mujer consagrada al hogar y a su familia que disfruta el bienestar económico que le brinda la fábrica de paraguas dirigida por su marido Robert – Frabrice Luchini - . Forzando los límites de los clichés, Robert es un verdadero déspota, lineal y algo ramplón que explota a los obreros, subestima a su hija, destrata a su amante y, por supuesto, ignora a Suzanne hasta los extremos de la más solapada humillación. Ella, lo consiente y acepta pasivamente su rol de Potiche, la mujer adorno, inútil e insignificante, siempre a su sombra y sumida en pequeñeces mundanas. Después de una huelga y del secuestro de su marido, ella decidirá asumir la dirección de la empresa revelándose como una mujer inteligente, capacitada, decidida; dispuesta a hacer justicia por cada ignominia que ande suelta. Suzanne será la perfecta representación de lo “que debe y puede ser” una mujer, nunca perdiendo cierto halo superficial y algo vacuo. Tan perfecta se torna como irreal e idealista, delineando un nuevo borde del film, un nuevo corrimiento de los límites, estilo al que nos tiene acostumbrados Ozon. Catherine Deneuve no podría estar mejor en este rol de extremos – de mujer florero a tener plena conciencia de género, de clase, etc. -, poniendo el cuerpo a los grandes rasgos del personaje, atravesando el punto justo de lo ridículo y articulando a la perfección lo que Ozon propone en el film. Y Depardieu en el personaje de diputado comunista y romántico, antiguo amante de Suzanne, obviamente, potencia cada escena en gracia, potencia y dosis de ironía. Potiche o Las mujeres al poder en su desteñido título en español, es un film de Ozon en la línea de 8 mujeres, lejos de los dramas sórdidos, en tono de comedia amable, vital, que permite la sonrisa y una mirada de sarcasmo sobre los ideales de una época y un poco más acá, sobre el devenir del feminismo y el tan mentado rol de la mujer.
Dos personajes, Rosa y Marcelo. Una mujer con las manías de quien tiene 80 y tantos años de edad que vive sola con un canario, cuya salida principal es ir a tomarse la presión y un joven estudiante de medicina oriundo de La Pampa que busca changuitas para bancar sus estudios de medicina. Con la evidente brecha generacional entre ambos, es evidente pensar que sus universos no tienen nada que ver. Sin embargo tienen más coincidencias de las que quisieran. En principio viven en el mismo edificio, frente a frente en el noveno piso y se cruzan recurrentemente en el palier y en el ascensor. Pero la que resulta su convergencia más profunda consiste en que están solos, solos de toda soledad, ensimismados en sus propios mundos como esos que las grandes ciudades devoran y reproducen con igual intensidad. Cuando despiden a Marcelo de uno de sus trabajos, le será imposible solventar el alquiler del departamento, deberá abandonar sus estudios y volver a su pueblo. En un nuevo viaje en ascensor se produce el encuentro y la propuesta de Rosa: darle casa y comida a cambio de un poco de charla y compañía. Comienzan a vivir juntos pero nunca se relacionarán. La vieja de atrás, desde su título, asume la perspectiva del joven y ese punto de vista es la de un chico de pueblo que viene a la ciudad, que se ha adaptado pero aun no se ha integrado a ella. Las calles y los transportes públicos de Buenos Aires son constante telón de fondo del personaje, escenarios sin pertenencia, anónimos, lugares de ocasión. En esta ciudad no se vive, se pasa, se transita. Las relaciones en ese contexto también le son esquivas; las que entabla son apenas funcionales a su subsistencia. En el film sobresalen las actuaciones, principalmente la de Adriana Aizemberg quién encarna una vieja desde lo gestual y corporal sin alteraciones en la voz o en la manera de decir lo que resulta un evidente acierto. Martín Piroyansky no desentona en su estilo de actuar no actuando y en esa persistente lejanía con la que mira el mundo. Ambos actores están en un punto justo. La entonada marcación de los actores por parte de director es uno de los puntos más fuertes de la película. También es interesante el trabajo narrativo efectuado a través de los encuadres en varias de las escenas principales; la imagen cuenta lo profundo mientras la acción y el diálogo lo demás. En el encuentro del ascensor, el punto de inflexión del film cuando Rosa hace la propuesta, la cámara colocada por encima de los personajes compone un plano fijo cruzado por las rejas de la puerta. Es el presagio de la imposibilidad. En pequeños gestos aunque cada vez más evidentes, se evapora la vocación por la medicina de Marcelo, motivo principal para quedarse en Buenos Aires. Esa desmotivación profundiza al personaje, evita la linealidad y enriquece el relato. Lo mismo vale en la relación que entablan los protagonistas, no hay condescendencias ni sentimentalismos. El punto más flojo de La vieja de atrás es la resolución de dos subtramas (la del florista y la cita con la chica que se cruza en un subte) pero no logra empañar los aciertos de este buen film en competencia Latinoamericana en el Festival de Mar del Plata, la segunda obra del director Pablo Meza.
La exhibición de la película del colombiano Rodrigo García es un éxito en Mar del Plata y seguramente seguirá el mismo camino en su derrotero comercial. La fórmula funciona: un staff de actrices conocidas, un tema universal y los clichés de un culebrón de la tarde plagado de desencuentros, problemas de filiación, deseos incumplidos, mandatos familiares…un coctel de trascendentales caos íntimos envueltos en un mensaje aleccionador. Rodrigo García dice indagar en el universo femenino sumergiéndonos en este film de mal gusto, recargado de golpes bajos y sentimentaloides, dotado del consabido sentido moralizante que tiene al género. Sólo que guarda, con su lenguaje simple, buenas actuaciones, un guión clásico, ajustado y bien construido, personajes pegadores y diálogos precisos, una pretensión más compleja. Sin ningún elemento colocado al azar, García compone un melodrama, sí, pero un melodrama que busca algo más. Envolvente y maliciosamente, se va apropiando del discurso que quiere destruir respondiendo con fuertes golpes de efecto, esos angustiantes que dejan de lado cualquier argumento e intentan la identificación inmediata con el espectador. Tres historias en la ciudad de Los Ángeles focalizan en la relación madre-hija y se fuerzan para confluir en un mismo punto. 1. Una adolescente queda embarazada, tiene a su hija y la da en adopción a través de un internado de monjas antes de cumplir los quince años. Nunca más va a saber de ella. La historia trascurre cuando ya en edad madura su vida es pura amargura. Interpretada por Annette Bening la vemos cuidar amorosamente a su madre quién se encuentra a punto de morir. 2. Como no podía ser otra de forma es la historia adulta de la niña dada en adopción. Una mujer fría, fuerte - Naomi Watts –, aunque sólo en apariencia. Conduce con decisión su vida profesional, hace y deshace con imponente determinación cambiando de ciudad y trabajo constantemente como quién demuestra a cada paso su enorme poder de auto-reconstrucción. En su nuevo trabajo en un bufete de abogados, Samuel L. Jackson será su jefe y también, su nueva conquista. 3. La tercera punta del triángulo es una joven negra “bien” casada que busca incesantemente tener un hijo y como no puede tenerlo biológicamente, va a parar al mismo internado de monjas de la primera historia para poder adoptar un bebé. Los lugares comunes no son malos, son las reglas del género. El problema es cuando los lugares comunes se travisten de moralina generalizante y presuntuosa que como un tiro siempre da un blanco sensible de nuestro ser. Todos somos o hemos sido hijos, es obvio, y padecimos o tememos por la muerte de nuestra madre. El film apela a eso. Los que tienen hijos, saben del infinito amor maternal sin límites porque “los hijos son la bendición de dios”. El film apela a eso. Los que no tienen hijos pueden imaginar que cualquier sacrificio por un hijo vale la pena. El film apela a eso. Pero lo que parece ser una película sobre el inmenso amor en presencia o ausencia entre madres e hijas, poco a poco, en las peripecias de sus protagonistas, se convierte en un film que sobrevalora los lazos sanguíneos por sobre cualquier otro lazo. Los personajes se esfuerzan. Así, la tristeza estructural en las vidas de madre e hijas biológicas (Bening y Watts), hace que vivan en espejo. Multiplican problemas de relación, frialdad y desconfianza hacia el prójimo, son esquivas, reprimidas sexualmente o su contracara, extremadamente livianas; ambas vidas están vacías. Una, por la culpa; la otra, por la necesidad de controlarlo todo. Y el motivo de tanta desolación, lentamente tiene una sola explicación: la separación primera. Mientras la vida del personaje de Bening se recompone y “se da una oportunidad” después de la muerte de su madre casándose con “un buen hombre”, la hija queda embarazada a pesar de haberse ligado las trompas para tener sexo y no descendencia. Es que “La vida se hace camino”, “dios es quién decide sobre la vida y la muerte”. ¿De quién será el hijo? La vimos acostarse con dos. ¿Será del negro viejo de “buen corazón” o del estúpido y manipulable vecino casado? Cuando veamos al el color del bebé recién nacido habrá suspiros en la platea. La cosa es que abandona su vida profesional y de no querer tener hijos, su embarazo se convierte en el centro de su vida. Tanto que pone en riesgo la suya en pos de la del bebé. Tanto que no quiere cesárea a pesar del consejo del médico, “quiero conocer a mi bebé despierta”- dice, aunque en realidad parece pensar, “parir con dolor es ser más madre”. Tanto que su vida termina después del parto. Conocerá fugazmente a su hija negrita pero ya no a su madre. La idea de sublimar lo genético es reforzada por la historia de la joven negra que no puede tener hijos. Este personaje es el que acciona el mensaje. Ella encarna el discurso de quién no cree que lo biológico sea lo determinante en las relaciones, “lo importante es el tiempo juntos, no los genes”. Para ella la sangre no es lo único “que tira”. Cuando esté frente a frente de la adolescente que le va a dar en adopción su hijo, “confesará” que no cree en dios. La embarazada le pregunta “¿para qué tenerlo si no se cree en algo trascendente?”. El film se ensañará con ella: su madre apenas apoya su decisión, el esposo termina dejándola porque quiere un hijo “verdadero de su sangre” y aunque se involucra hasta el final y asiste al parto de quién será su hijo, la parturienta – negra también como ella – desiste de dar su bebé dejándose convencer por el proverbio de su madre, “Ahora no lo quieres pero con el tiempo lo harás” idea a la que apela por cuando estuvo embarazada de ella. La joven negra también terminará en brazos de su madre, viendo humilladas todas sus convicciones, gritando: “si dios no quiso darme hijos, por algo será…” o “no es natural la adopción”. Aprendida la lección, la vida, dios o el guionista (en este caso, serían lo mismo) se apiada de ella y viene su recompensa: le será dada en adopción la beba recién nacida cuya madre murió después de dar a luz. García cree cubrir un amplio abanico de las crisis alrededor “ser mamá”: ser mamá siendo niña, no poder tener hijos, decidirse a tener uno, entregarlo en adopción, arrepentirse luego de haber entregado a un recién nacido, abrumarse al no saber cuidar al hijo que llegó y sobre todo, darlo todo por los hijos. El rol del hombre en esta película es lamentable. ¿Será porque es un film “para ellas”? No sólo quedan relegados de las decisiones que deberían ser también de ellos sino que son ninguneados y esta acción está completamente naturalizada. Son mera circunstancia y se les niega cualquier derecho. García también se mete con otro aspecto de lo genético: el color de piel. En aparente juego de azar, se coordinan las coincidencias para que el hilo de la historia haga coincidir el color de piel de madres e hijos adoptados o por adoptar. La dirección de las actrices es excelente, sabe elegirlas y extraerles las profundas emociones que busca en pensados planos cortos que iluminan con intensidad tanto a los papeles secundarios como a los de las protagonistas. En la secuencia final, las tres historias se encadenan a través de la cámara que acompaña a Annete Benning en su caminata para descorrer la cercanía en que se encuentra la niña, su nieta, hija de su hija que no pudo conocer, ahora adoptada por la joven negra y con quién parece cerrarse el círculo. Esa escena como toda la película está muy bien filmada, es prolija y eficiente. Pero ideológicamente es patética, sutilmente militante de la moral cristiana, de los “verdaderos valores” y de la familia “bien” constituida como base de la sociedad. Sé que no es importante, pero ¿Qué pensará Gabriel G. Márquez de esta película?
Un documental es valioso por varias razones. Porque propone una mirada artística, porque tiene un registro histórico novedoso o por pretender ser una herramienta política. Octubre Pigalá tiene el mérito de abordar en un marco histórico archiconocido, una fuerte línea de denuncia que se asienta en la idea de que la historia no es un bloque monolítico, sino un prisma repleto de discontinuidades, baches y omisiones. El film de Valeria Matelpan reconstruye la aniquilación que sufrieron los pilagá oriundos de Formosa en un paraje llamado La Bomba cerca de Las Lomitas en 1947, durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón. El motivo de la masacre se vincula con la existencia de un régimen de colonias indígenas en la Argentina a cargo del Ministerio del Interior cuyo reclutamiento funcionaba como reservorio barato para trabajar en los ingenios, zafras y otras cosechas. Los pilagá se negaron a formar parte de esas colonias para la explotación. Pero el detonante ocurre cuando piden ayuda al gobierno nacional por intermedio del cacique Pablito y reciben comida y medicamentos en mal estado. Indignados, piden hablar con gendarmería y, según la versión que cuenta el documental, caen en una trampa donde mueren cientos de indígenas desarmados que no tenían intención de luchar. En este punto, Octubre Pigalá se convierte en un documental de denuncia que reconstruye los detalles de la barbarie en consonancia con un complejo sincretismo religioso que pareciera operar como una razón que reforzó los motivos de la masacre. La reconstrucción de la película está trabajada en base a la memoria de los ancianos, su relato oral y el recuerdo in situ. Como no existe registro escrito de nada de lo ocurrido, también se siguen los acontecimientos a través de documentación reservada y el seguimiento del trabajo de un forense que busca en las inmediaciones de La Bomba, pruebas óseas de la matanza. Las huellas, los datos indiciarios y la voz de los ancianos tienen la frescura y el ímpetu de ser contados por primera vez, demuestran, que a pesar de la represión y el silencio de la historia oficial, los sucesos encuentran una rendija para salir a la luz. En este plano, el documental se planta como una investigación que hilvana las hilachas del complejo tejido de la historia. Sin embargo, cuando culmina la película, sentimos que no se desarrolla en profundidad el motivo completo de tal avezada aniquilación. No importa: el develamiento tiene pasos, se toma su tiempo, requiere maceración. En el Bafici, la proyección contó con la presencia su realizadora, Valeria Mapelman acompañada de representantes de la comunidad pilagá. Todos subrayaron que el registro fue resultado del testimonio de los sobrevivientes de la matanza y que es importante que se conozca este crimen perpetrado por el Estado en 1947. En definitiva, Octubre Pigalá tiene el valor de ser un documental que sacude con un tema que más que desconocido fue escondido, amordazado y malversado por el gobierno con la complicidad de los diarios de la época. Un film controvertido porque marca que fue en el gobierno de Perón que se ejecutaron a pueblos indígenas al estilo Campaña del Desierto de Roca. Desde el punto de vista metodológico, aporta una investigación que si bien no parece completa, evidencia las complicaciones del abordaje de una cultura oral y silenciada, y también la posibilidad de multiplicar datos que surgen de una lectura sobre los resabios, las voces calladas, las huellas olvidadas en los márgenes de la historia…
Recuerdo haber leído una vez que Greenaway considera a Vermeer como el primer cineasta. Seguramente por la peculiar forma de trabajar la luz y por su insuperable capacidad de captar el instante. Visconti, Godard, Ruiz, Murmau, Pasolini, por nombrar algunos cineastas y sobre todo Eisenstein por sus escritos sobre El Greco o Leonardo, dan cuenta de la conjunción de procedimientos pictóricos desde un punto de vista cinematográfico. Peter Greenaway, en cambio, hace al revés: dice partir de su formación pictórica para hacer cine. Ha hecho de la identificación entre cuadro y plano su principal recurso estilístico y de la temporalidad pictórica a modo de collage, la importancia lingüística de la profundidad de campo por sobre el fuera de campo. Es sabido que las películas del galés tienen enormes dosis plásticas. Su cine referencia a cuadros en todas sus formas: como objetos en las paredes, ilustraciones en los libros, cuadros dentro de cuadros, en la iluminación, los climas plásticos y en los tableaux vivants… con y sin referente pictórico detrás de la imagen. El punto de vista de la cámara de Greenaway es la del pintor ante el modelo. Los escasos movimientos de cámara y los travellings en paralelo al diálogo - como en la escena que da comienzo a Rembrandt’s J’Accuse- confirman esa perspectiva, donde la cámara se mueve independientemente de la acción, perpendicular a la mirada del espectador. Procedimiento utilizado muchas veces como en las escenas de los banquetes de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante y en El vientre del arquitecto. La primera acusación en Rembrandt’s J’Accuse, está dirigida a nosotros los espectadores que no sabemos leer una imagen por tener una mirada educada excesivamente en el texto. Para Greenaway, somos incapaces de incluir las características propias de la composición, color, etc. y de entender la fuerza del ícono, cuyo sentido puede ser construido sin identificación, con distancia. Demasiados escritores y pocos pintores hacen cine, cuya excepción es, claro, él mismo. En Rembrandt’s J’Accuse el cineasta centra el documental en el estudio de “La Ronda Nocturna” pintada por el holandés en 1642. En esta obra Greenaway redobla su apuesta pictórica. Cada escena es una puesta de Rembrandt. Reproduce tal si fueran obras del pintor, con igual teatralidad y tipo de iluminación, no sólo las mil maneras de la obra en cuestión sino dramatizaciones de la vida del pintor en briosos claroscuros que complementan la investigación sobre “La Ronda Nocturna”. Se trata de escenas teatrales que como cuadros vivientes y parlantes, siguen las alternancias de manera apócrifa de cómo el pintor investiga, duda y finalmente pinta la obra o como su esposa y sirvientas, son entrevistadas por el mismo Greenaway a través de esa ventanita digital con la que corta las imágenes con su rostro parlanchín, guía en todo el relato. De esta forma, la mirada de Rembrandt se traslada a la investigación que desanda el cineasta. Y ambos parecen llegar a la misma conclusión: detrás de “La Ronda Nocturna”, el cuadro que representa a la milicia holandesa a través de 36 personajes, esconde las pistas de un asesinato. Como en Blow up, donde un hombre descubre las pistas de un asesinato en una de sus fotografías, Greenaway denuncia el mismo crimen que Rembrandt con su cuadro, 400 años después – ¡y pide justicia!- . El análisis de la conspiración detenido en el instante mismo de la acusación, encierra otros ilícitos que incluyen prostitución, explotación, deseos inconfesables y hasta una ácida crítica al nacimiento del capitalismo. Enemigo de las investigaciones formales, Greenaway elabora sus hipótesis argumentadas a través de 31 pistas visuales – dice que hay 50 - , a veces descabelladas, pero siempre interesantes, plausibles y haciendo gala de un tono a veces serio y otras más lúdico o irónico. Una de las hipótesis más contundentes de la película marca que cuando Rembrandt pintó “La ronda nocturna” se encontraba en la cima de su celebridad. Tras los nueve meses que llevó pintarla, la sociedad holandesa del siglo XVII le dio la espalda y el famoso pintor hijo de molineros, cayó irremediablemente en la ruina. ¿Qué información esconde el cuadro para que le costara a su pintor, su fama y riqueza? Greenaway también ha sido acusado: servirse de la saturación de la imagen para enmascarar el vacío que en fondo tienen sus películas. Ciertamente, sus filmes muestran un claro desprecio por la narración, perceptible aún en sus films más “narrativos” como El vientre del arquitecto o El contrato del pintor. Además, curiosamente, mientras Greenaway defiende lo visual por sobre lo verbal, Rembrandt’s J’Accuse es un documental extremadamente hablado… ¡Por él! Pero abandonémonos a lo que realmente le interesa a Greenaway. El cuadro y el juego infinito de correspondencias que el cine puede establecer con el pasado pictórico y el futuro digital. Y el sutil humor, muy en serio, con el que parece tomarle el pelo al arte, a las interpretaciones y a nosotros, sus inocentes espectadores. Festejemos la obra y la visita a Buenos Aires de un realizador magistral, pionero en experimentar procesos de digitalización en las artes incorporándolos a lo narrativo – como lo demostró en Las maletas de Tulse Luper e incluso en Escrito en el cuerpo. Antes de despedirse, el artista prometió regresar a Buenos Aires en diciembre de 2010 para realizar una performance en vivo. Lo esperamos…
Resulta simpático ver una historia dnde una artista popular y en gran medida consagrada, se ríe de sí misma. Una artista que se mira con libertad pudiendo jugar con su rol de actriz, de cantante y con la fantochada de los casting “descubridores de estrellas”. Miss Tacuarembó, muestra una Natalia Oreiro que se pone del otro lado del espejo como una Natalia frustrada que no logra su sueño de convertirse en artista. La película dirigida por el también uruguayo Martín Sastre, narra la historia superponiendo dos niveles temporales (la niña de 9 años y la adulta de 30, ya en Buenos Aires) y otro de ensueño donde se funden elementos de comedia musical, con canto, baile y coreografía. Para marcar las dos épocas en las que está narrado el film, se utiliza una estética ochentosa que se aprecia como el valor de viejas fotografías y para el presente, una tonalidad que irradia brillo y demasiado contraste. Los apartados musicales, tienen también el ritmo y la estética de los 80s. El conflicto de la niña es ganar el concurso de "Miss Tacuarembó" para salir de ese pueblo gris sin futuro con la idea de viajar a Buenos Aires para triunfar. Vive en un mundo de fantasía junto a su inseparable amigo. Estos segmentos y la historia de amistad entre ilusiones e infortunios es, por lejos, lo más logrado del film. La Natalia adulta (la Oreiro), trabaja en la actualidad un patético parque de diversiones de temática religiosa, Parque Cristo (chistes al estilo Los Simpson) - con aquél mismo amigo (Diego Reinhold), mientras todavía sueña triunfar como cantante. Miss Tacuarembó es, felizmente, un film ligero. Toma prestado libremente, un poco a Monty Phyton (que recuerda, por ejemplo a La vida de Brian, en el apartado donde Mike Amigorena personifica a un Cristo cantante y marketinero), una pizca de Ginger and Fred (reminiscencia de sátira televisiva popular aunque sin una gota melancólica de Fellini), otro poco de ¿Quieres ser John Malkovich? y açun más del primer Almodóvar, amparado por la fuerte presencia de Rossy de Palma como conductora de un reality, mezcla de "Gente que busca gente" y "Sorpresa y media". Las referencias a la TV también contiene guiños a la telenovela. Así resulta que la verdadera madre de Natalia era la superpotentada de Tacuarembó (y sí, Graciela Borges) que la abandona de bebé y luego Cristal…, nombre que haciendo honor a la telenovela venezolana, toma como nombre artístico, reforzado por el cameo de su protagonista, Jannete Rodriguez (irreconocible, a decir verdad) en una escena de imaginación. En las referencias al reality, el film pierde ya que intenta esbozar una crítica a la TV como una consabida picadora de carne, bochornosa y decadente pero que no logra satirizar lo que la propia TV logra de sí mima. Luego, sí, con los maravillosos años ochenta las evocaciones fluyen y fluyen. El ritmo de los Parchís, no se sabe si grotesco o alegre, la pegadora coreografía de Flashdance (siempre inspiradora), Madonna, Ositos cariñosos y woki-toki . Todo sazonado con las canciones retro compuestas por Ale Sergi de Miranda! que combina con vestuario colorido y mucho accesorio, una puesta de cámara y encuadre de videoclip, cuando no también de teleteatro de la época. . Capítulo especial a la feroz crítica hacia los preceptos rígidos de la Iglesia que más allá de la pertinencia casual con el debate por el matrimonio igualitario que pone su intolerancia en el tapete, suena un poco rancia. En esos segmentos, correspondientes a la vida del pueblo Tacuarembó, donde la Natalia de 9 años cree tener comunicación con Cristo, guarda una sorpresa. Se trata de Cándida López, una fanática religiosa con nocivos delirios místicos. Un personaje que gana cuando juega con la caricatura y pierde cuando intenta densidad relista. La villana de la película salida de un cuento de niños, detrás de las carradas de maquillaje y de un porte imponente, resulta ser una caracterización obrada por la mismísima Natalia Oreiro. Detalle que le suma a la actriz en riesgo y creatividad aunque no siempre en efectividad. Igualito que la película. La historia de Natalia, alterna los niveles temporales, el ensueño y la comedia musical. Hila cada pasaje por criterios estéticos, narrativos o humorísticos, muchas veces novedosos. Destila libertad pero varios de esos pasajes resultan fallidos poniendo en peligro el interés del espectador. El film es desparejo y desbordante. Arriesga y no siempre gana pero resulta un aire renovador para el cine argentino/uruguayo. En cuanto a la figura de Oreiro, que sin duda convoca y con razón, dudo que lo haga en la medida de las 70 copias con las que salió al mercado. La sensación es que Miss Tacuarembó podría haber sido un perla, pero sus logros terminan siendo más bien modestos. Una película singular que tal vez resulte algo polémica en su recepción y que como premisa fundamental requiere verla con buena onda, festejando los aciertos – que los tiene –, sintiendo el aire festivo de los ochenta – ideal para el que vivió la infancia o primera adolescencia en esa época - y pasando por alto sus fuertes altibajos.