Volveré y seré aburrimiento
El cine argentino vuelve una y otra vez sobre la mitología peronista. Pero los problemas que evidencia Juan y Eva no son exclusivos del enamoramiento habitual que tiene la cultura popular sobre las figuras de Juan Domingo Perón y Eva Duarte, sino que son propios del cine revisionista que se hace en el país, que este año ya sufrieron figuras como San Martín y Belgrano. A una construcción alambicada de los hechos, a una exposición marmórea de los personajes, se suma una puesta en escena solemne y actuaciones que denotan con cierto rictus el hecho de estar contando algo “importante” de nuestra historia: ver si no las caras de culo con las que andan por allí Gustavo Garzón o Pompeyo Audivert, sin hacer mención a las caricaturas que producen Fernán Mirás o Alfredo Casero, este último como el embajador Braden. El caso de Casero es paradigmático: el actor pareciera estar en uno de esos sketches con los que satirizaba los noticieros internacionales en Cha-Cha-Cha, y su performance se asemeja peligrosamente al mamarracho de Timothy Spall como Winston Churchill en la reciente El discurso del rey. No obstante, salvemos de esto a Osmar Núñez y Julieta Díaz, quienes con sus sólidas actuaciones parecen insuflarle algo de humanidad a un film desapasionado y falto de tensión dramática.
Paula de Luque, que proviene del cine independiente, se muestra en un film que no es industrial (es evidente el bajo presupuesto, y hay algunos aciertos de puesta en escena para disimularlo), pero que tiene ganas de ser popular. Su Juan y Eva va desde el momento en que Perón y Duarte se conocen y hasta el 17 de octubre, aquella épica jornada en la que el pueblo trabajador colmó la Plaza de Mayo para vivar al coronel y dejar el camino servido a su primera presidencia. Entonces, lo que le importa a la realizadora es más lo privado que lo público, es ese amor y la dificultad de llevarlo adelante por la rigidez castrense con la que sus pares miden a Perón y las presiones externas del Gobierno norteamericano luego de la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial. Su film quiere ser más un drama romántico sobre un amor casi imposible, que se termina convirtiendo en una de esas historias de amor más grandes que la vida misma.
El primer escollo que debe sortear el film, guionado por la propia directora, es su propia escritura. Es una perogrullada señalar que las películas históricas son escritas desde el presente, con la historia conocida, y que el reto mayor es tener la suficiente inteligencia como para pensar a esos personajes en el contexto histórico original. Pero precisamente eso es lo que no ocurre aquí, ya que desde el primer fotograma en el que aparecen, Eva y Perón son los Eva y Perón que quedaron para la posteridad, y no esos personajes en ciernes que el relato debe ayudarnos a descubrir. El film casi no presenta personajes, sino que nos suelta a una historia que, supone, conocemos de antemano. Y para ser que cuenta un período de tiempo bastante acotado, resulta demasiado fragmentario, sin construir demasiado firmemente a sus personajes: de hecho, varias escenas son cortadas abruptamente, cuando apenas parece arrancar el conflicto.
Si el film logra capturar algo de nuestra atención, de generarnos cierto misterio, es porque Osmar Núñez y Julieta Díaz nunca se prenden de la estampita, y construyen a sus criaturas desde cierta inseguridad. Así es como vemos un Perón que duda, que no se decide a romper con determinadas estructuras y que resulta concesivo, casi hasta el límite de las posibilidades; y una Eva que antes de ser Evita, es una mujer posesiva, algo insegura pero decidida en sus objetivos, en este caso el coronel, y que se mantiene en este período en un tenso segundo plano. Pero así como el guión les hace decir algunas obviedades y los pone en un lugar edificante, ellos desde lo físico (especialmente Núñez, que hace de su aspecto mucho más “blando” que el Perón real un acierto antes que una falla) niegan esa seguridad con la que el film se conduce desafortunadamente. Ese es el mayor riesgo que se permite el film de De Luque, por más que muestre a los personajes teniendo sexo, en escenas tan feas y artificiales que inhabilitan cualquier posibilidad de provocación.
Pero el escollo principal que no logra sortear la directora es el de la traición a sus objetivos. Si por un lado parece querer contar la historia de amor, una y otra vez lo político, la intriga “palaciega”, se filtra relegando lo afectivo a un segundo plano. Se me dirá que en la vida de estos personajes lo político y el amor estaban unidos, pero hay formas cinematográficas más efectivas para trabajar eso. Juan y Eva no logra decidirse nunca, y así lo afectivo se reduce a una serie de escenas en las que -siempre en un plano demasiado corto- los protagonistas se abrazan, se besan, se contienen. En un film que quiere definir sus plazos desde el subtítulo, con palabras como amor, odio, revolución, hay llamativamente muy poca pasión para transmitir. Para los parámetros del drama romántico histórico, Juan y Eva resulta un film excesivamente lavado, quieto, solemne, sin gracia.
Si De Luque cumple un objetivo, es el de ser la aplicada alumna del presente, adornando una idea romántica y edulcorada del peronismo (lo único complejo es el peronismo, lo demás es blanco y negro, especialmente negro) e imaginando una escena como aquella en la que Braden lidera una manifestación, con banderas del socialismo y la UCR, que resulta ser una pesadilla que sufre Eva. Que aquella pesadilla pueda ser emparejada con el presente, es una de las posibles lecturas sobre nuestro tiempo que permite el film en esa y otras secuencias. Claro está que De Luque es dueña de posicionarse ideológicamente donde más le interese, pero lo que no debería estar permitido es que para hacerlo tenga que construir films tan desangelados, aburridos e ilustrativos como este.