La película sigue los pasos de Juana, que se asoma a la adolescencia mientras transita el último año de la primaria en un colegio inglés de la provincia de Buenos Aires. A la chica le va muy mal en los estudios y en los deportes; además, apenas es capaz de hacer amigas. En realidad resulta ser un misterio para quienes la rodean (empezando por su madre) y también para el espectador. Pero como en toda película austera (y esta lo es con un orgullo feroz, que no alcanza a disimularse en la sensibilidad atonal de su dramaturgia, ni en el calibrado naturalismo que irradian las escenas), el director debutante Martín Shanly no eleva jamás la voz para señalar esa cualidad misteriosa, la naturaleza insondable que inunda discretamente la pantalla a través de la belleza de la chica y de su exquisito repertorio de balbuceos. Juana a los 12 no es una family movie, pero sí una “película familiar” de un modo bastante curioso. La protagonista es hermana del director; la mujer que interpreta a su madre es la verdadera madre de ambos. El colegio (del que nunca sabremos el nombre) es un colegio real, al que asistió el director. La película no intenta ofrecerse como un testimonio de primera mano sobre el funcionamiento de la institución, pero el trazo preciso en los detalles y la fluidez sorprendente de las situaciones que allí se desarrollan habilitan la tentación de detectar un cierto costado “biográfico”. El caso es que Juana se ve obligada a derivar de especialista en especialista, como una descastada o un ángel caído: en suma, una criatura perdida. Maestros, médicos, psicólogos, psicopedagogas, todos tienen algo que decir sobre Juana, pero el personaje parece rechazar cualquier intento de interpelación pertrechada con una suficiencia regia, un halo de indiferencia que la lleva a doblarse en cada escena sobre el brillo secreto de su propio enigma. El boletín de calificaciones, que ella guarda sin mirar en su mochila y entrega luego mansamente a su madre, trae cada vez peores noticias; cuando tiene que decir una línea irrelevante durante el ensayo de una obra de teatro en inglés, la chica fracasa en un intento tras otro, hasta que la maestra decide que lo mejor es reemplazarla violentamente por una compañera. De pronto, el espectador cae en la cuenta de que el núcleo emocional de la película no se juega en el carácter sutilmente intransigente de una institución educativa de privilegio, sino en la elegancia absurda con la que Juana asiste a los repetidos esfuerzos de hacer de ella una persona que se comporte “normalmente”. Hay algo descorazonador en la manera en que no puede evitar reírse cuando su cuerpo ingresa lentamente en un tubo de resonancia magnética. Por momentos la película podría ser una comedia, si no estuviéramos demasiado embelesados preguntándonos qué le pasa a esa chica como para aceptar con docilidad el talante potencialmente humorístico de algunas escenas. Cuando le dan un somnífero y logran dormirla para un estudio médico (el enésimo), Juana sueña: la pantalla cambia entonces de formato durante unos segundos y vemos a la chica atravesar una serie de sucesos igualmente indescifrables. Ni siquiera dentro de su cabeza son visibles las señales de su inadaptación. La generosidad de la película, que parece saber lo mismo que el espectador y que los personajes, excluye el consuelo de una interpretación y se constituye en moderna por la vía de la incertidumbre. Juana a los 12 se consagra como una maravilla modesta, que respira a nuestro lado y nos hace soñar despiertos con más películas chicas y audaces, películas cuya lucidez dependa de su renuncia a saberlo todo y a explicarlo todo