ver a la propia memoria
Uno de los grandes méritos de Shanly es que, a pesar de que hay varios elementos de la vida de Juana que podrían producir angustia, no cae en el miserabilismo o en el juicio a sus personajes. Con ello consiguió una obra que se destacará en la producción 2016.
Hay películas que se ven y pasan de largo, como cuando se mira por la ventana del colectivo y las imágenes se suceden de manera mecánica, anónima, y desaparecen enseguida sin dejar marcas. Otras películas son como tarjetas postales, bellísimas, donde todo está en su sitio y dan ganas de guardarlas bien, para que no se rayen ni se doblen, y poder volver a verlas así, perfectas, cada vez que el deseo surja de nuevo. En el caso de Juana a los 12 se podría decir que es como sentarse a mirar el patio de una casa que alguna vez uno mismo habitó. Una experiencia ambigua, en la que los fantasmas de las escenas familiares que tuvieron lugar ahí, vuelven como latigazos de una memoria no siempre fiel, para reabrir los surcos del pasado que, de forma paradójica, provocarán gozo y angustia, placer y dolor, pero nunca indiferencia.
Tal vez en ello tenga que ver el hecho de que se trata de la historia de una nena –una preadolescente en realidad– y del registro minucioso de las dificultades específicas que debe atravesar en su complicado vínculo con el mundo. Un retrato sumamente vívido de un momento particular de la vida que, aún con sus propias marcas, es capaz de funcionar como un avatar de la infancia con el que cualquiera puede sentir algún grado de identificación. Pero este juego de espejos que cada espectador podrá hacer con su propia infancia no es el único mérito de un relato que los tiene y en cantidad, sino apenas la puerta de entrada a una de las mejores películas argentinas que se estrenarán este año.
La protagonista es Juana, tiene 12 años y es una chica retraída. Demasiado para lo que los docentes de la escuela bilingüe a la que asiste consideran normal. La película empieza con una reunión entre una de esas maestras y la mamá de Juana. En ella, una informa a la otra acerca del mal desempeño de la nena en el colegio, de sus dificultades para atender en clase y cumplir con las tareas, para terminar preguntando si nunca se le ocurrió hacerle algún estudio a Juana. El modo brutal que la maestra tiene de dar por sentado que la nena sin dudas sufre un problema mental –psicológico, psiquiátrico, neurológico: no importa qué, pero algo tiene–, contrasta con la manera distante con que la mamá recibe tal afirmación acerca de su hija. Como si no le importara, o en realidad no entendiera la gravedad de lo que le están diciendo. Esta escena es importante, porque a lo largo de la película la mamá de Juana mostrará otras desatenciones en su crianza, a partir de las cuales lo más fácil será juzgarla. Lo difícil es permitirse comprender que esas desatenciones no son muy distintas de las que Juana muestra en el colegio.
Escrito y dirigido por Martín Shanly, el film registra con detalle la vida emotiva de Juana. El vínculo con sus amigos. La forma cruel con que es tratada por algunos de sus maestros y el impacto que eso genera no sólo en ella, sino en sus propios compañeros de clase; pero también la paciencia y la naturalidad que le dispensan otros. La vida doméstica. Su relación con un hermano menor. La débil presencia de su madre y la sutil ausencia no sólo de un padre, sino de cualquier otra figura masculina adulta relevante. Pero Juana a los 12 no es el retrato sádico de un calvario individual, sino que está llena de momentos de humor que se intercalan con ternura entre las dificultades cotidianas de su protagonista. Y, sobre todo, es una película generosa que no se propone juzgar a nadie; más bien intenta comprender por qué a veces el mundo funciona como funciona y por qué, a su manera, a cada uno le toca alguna vez ocupar el doloroso lugar de la víctima.
Dentro de un relato narrado con una seguridad poco frecuente en un debutante, el director consigue un rendimiento altísimo por parte del elenco completo, que entre varios niños incluye a su hermana Rosario interpretando a Juana (toda una revelación) y a su propia madre, María Passo, en el papel de la mamá. Además se permite la libertad de apelar a recursos estéticos riesgosos, como la decisión de ambientar la historia en un pasado no muy distante que genera cierta extrañeza; quizá mediados de los ‘90, como sugieren sutilmente el uso del VHS y la ausencia de celulares. Y más aún la siniestra y reveladora puesta en escena de un sueño de Juana durante un estudio neurológico, secuencia que no desentonaría en películas exquisitas como Berberian Sound Studio (2012) o The Duke of Burgundy (2014), de Peter Strickland, y que además aporta elementos esenciales para terminar de entender qué mecanismos activan el complejo mundo de la protagonista. Así, Shanly demuestra que su generosidad no se acaba con sus personajes, sino que también se extiende a los espectadores.