Una lograda e intensa historia de revolución y traición
La película nominada al Oscar, Judas y el mesías negro, es un auspicioso debut en Hollywood del director Shaka King que, con las solventes interpretaciones de Daniel Kaluuya y Lakeith Stanfield, desarrolla la historia real de Fred Hampton, presidente del Black Panther Party en Illinois, y William O’ Neal, un ladrón de poca monta convertido en informante del FBI.
Desde ya, cabe aclarar que el margen para no incurrir en spoilers a la hora de hablar de esta película es, prácticamente, nulo. Desde el título de la obra, donde la dualidad Judas/Mesías augura un destino ineludible; por ser una historia conocida y que, en caso de desconocerse, es inevitable comprender en ínfimas líneas tras una superflua investigación previa del film o, simplemente, porque la incorporada comprensión del lenguaje cinematográfico vaticina desde antes de los créditos iniciales un final inexcusable.
Aclarado este punto, que comprendemos –en esta ocasión- debería resultar intrascendente, se libera el camino para detenerse en el desarrollo de la película, que, aun careciendo de la tan sobrevalorada sorpresa, otorga un criterioso thriller biográfico, dotado de un notable desarrollo en sus protagonistas (o secundarios, si nos adherimos al inexplicable criterio de La Academia para desplazar de la categoría principal tanto a Kaluuya como Stanfield) y una permanente intensidad, sustentada en la dinámica narración y en una puesta que no requiere de golpes bajos o explicitud para inquietar al espectador.
La historia transcurre a fines de la década del 60 y se detiene en Fred Hampton (Kaluuya, protagonista de Huye), miembro de los Panteras Negras tanto a nivel local en la ciudad de Chicago (Illinois) como a nivel nacional, ocupando el cargo de Vicepresidente del partido.
Tras las violentas muertes de exponentes de la lucha racial como Malcolm X (1965) y Martin Luther King (1968), organizaciones afroamericanas como los Panteras, sin ignorar el énfasis en el trabajo social en sectores vulnerables carentes de alimentación, salud y educación, comenzaron a consolidar la idea de la lucha revolucionaria. En ese contexto, figuras como Hampton se apoyaron en la doctrina marxista-leninista, profesando a líderes de izquierda como Ernesto Guevara y Mao Tse-Tung.
Ante la inminencia de una revolución armada incontrolable, el por aquel entonces indeclinable director del FBI, J. Edgar Hoover (Martin Sheen) busca neutralizar la amenaza bajo cualquier costo, oportunidad en la que el agente Roy Mitchell (Jeese Plemons, AKA el Matt Damon villanesco) encuentra el as perfecto para el inicio de la operación en William O’ Neal (Stanfield, mano derecha de Benoit Blanc en Knives Out), un precario delincuente afroamericano de automóviles que utiliza como principal ardid hacerse pasar por agente federal para concretar sus robos.
Mitchell ofrece a O’Neil una alternativa que, instantáneamente, parece irresistible: infiltrarse en la organización dirigida por Hampton para evitar la prisión. El preludio del film no solo anticipa el eje de la historia, sino que además dota de signos notorios a un antagonista repleto de conflictos internos. Desde el vamos, el “Judas”, más allá de su potencial condición de traidor, se presenta como un sujeto pasivo que reconoce el poder de una placa y cede ante él, además de irradiar una indiferencia tan particular que va desde admitir no haber pensado en la muerte de Luther King o, por total insinuación de un blanco, creer que la muerte de Malcolm X “pudo” llegar a molestarle.
Un gran punto a favor de Judas y el mesías negro es el logrado equilibrio final en el desarrollo de los dos –insistimos- protagonistas. Hampton, retratado como un impecable orador y vehemente revolucionario (con todo lo bueno y lo malo que ello pudiese implicar) en ningún momento es utilizado como un elemento panfletario propio de tiempos del Black Lives Matter. Claro está que tanto su rol de mesías como los inescrupulosos rasgos que recaen en el agente Mitchell o el mismísimo Hoover afirman la empatía del espectador hacia el personaje de Kaluuya. Sin embargo, más allá de la obviedad, en ningún momento nos encontramos ante una oda a la revolución armada. De hecho, la historia de amor de Hampton y Deborah Johnson (Dominique Fishback), de gran peso en la película, evidencia las consecuencias del rol asumido por el líder revolucionario.
Por otra parte, alrededor del personaje de O’Neil se presentan las evidentes situaciones propias del género, casi como un Donnie Brasco, de Mike Newell (1997), pero a la inversa: mientras aquel icónico personaje de Johnny Depp se batía entre la dicotomía trabajo/vínculo emocional, el que interpreta aquí Stanfield repudia cualquier tipo de conexión con Hampton o la causa por la que este lucha. Las motivaciones, únicamente, pasan por temor y el sueño de un estilo vida inalcanzable, aunque… ¿no forma parte de un problema estructural el hecho de anhelar a cualquier precio la vida de un blanco privilegiado?
Judas y el mesías negro, aun contando con todos los requisitos necesarios para ser una nominada a la estatuilla principal (al igual que El juicio de los 7 de Chicago, con la cual hasta podría realizarse un doble programa teniendo en cuenta el contexto socio-político que aborda) en ningún momento pierde la identidad de un gran thriller, hecho que, en tiempos donde el énfasis en lo explícito tiene un rol preponderante, implica un gran debut de Shaka King en las ligas hollywoodenses.