Judas y el mesías negro, basada en hechos reales, cuenta cómo Bill O’Neal se infiltró en las filas de los Panteras Negras cuando Fred Hampton empezó a surgir como líder de la organización. Ya se sabe, el tema de la traición se remonta hasta, por lo menos, Julio César, pasando por la Biblia.
En la historia de la humanidad siempre hubo un traidor y un héroe. Muchas veces, el traidor y el héroe pueden ser la misma persona, aunque no es el caso de esta película, en la que todo funciona correctamente y en la que nadie puede negar la lucha de los Panteras contra el racismo en los Estados Unidos.
La película dirigida por Shaka King, nominada como mejor película en la última edición de los premios Oscar (no se llevó ese premio, pero sí otros dos: a mejor actor de reparto y por la música), está ambientada a fines de la década de 1960, cuando un joven Fred Hampton, interpretado por Daniel Kaluuya (¡Huye!), empieza a cobrar notoriedad en los Panteras.
La situación con la brutalidad policial de Chicago está cada vez más delicada. Martin Luther King y Malcolm X fueron asesinados. Solo un nuevo líder radical puede ser la esperanza de una lucha que se complica cada vez más.
El papel de Bill O’Neal está a cargo de LaKeith Stanfield, quien, de ladrón de autos, pasa a ser chofer de Hampton y jefe de seguridad de los Panteras. El que arregla con Bill para infiltrarse es el agente del FBI Roy Mitchell, interpretado por Jesse Plemons, con su típico personaje de gringo siniestro.
A cambio de dinero, y de que no lo metan preso, Mitchell le pide a Bill que se meta en el núcleo duro de los Panteras y se le pegue a Hampton para sacarle información. Por supuesto, el capo máximo del FBI, J. Edgar Hoover, interpretado en piloto automático por Martin Sheen, lo quiere a Hampton muerto.
La película contextualiza con claridad la historia del líder, y maneja, en clave de thriller político, el suspenso y el ritmo con firmeza, al compás de una música que le da los tonos justos de emotividad a la trama.
Sin embargo, el problema de la película es que no cuenta nada que no se haya contado muchas veces (ver, por ejemplo, la filmografía de Spike Lee), y tampoco se anima a hacer con lo que ya se hizo una historia que dramatice un hecho puntual de manera novedosa, algo que sí supo hacer Kathryn Bigelow en Detroit, una película que se arriesga mucho más en la puesta en escena.
En Judas y el mesías negro es como si todo fuera de una tibieza cumplidora, de fórmula. La actuación de Kaluuya, quien cumple con su función de discursista vehemente y convencido, no tiene demasiadas luces, manteniéndose siempre en un registro rutinario, de oficinista. Con Stanfield pasa lo mismo: el traidor vive con culpa y queriéndose arrepentir a cada momento, pero lleva hasta el final su misión para salvar su pellejo, en un registro igual de monocorde y profesional.
Lo que falta es salirse un poco más de la historia que ya sabemos, rehacer el subgénero, o al menos, proponer caminos menos trillados. Judas y el mesías negro da toda la impresión de ser un producto hecho para la coyuntura. Bien hecho, por supuesto, bien narrado, bien actuado, bien filmado, pero sin eso que el cine siempre exige: que haya una segunda historia, paralela a la primera, que saque a la película de la superficialidad unidimensional en la que termina junto con su protagonista principal.