LUCHA INTERNA DE GÉNEROS
Dentro del grupo de las nominadas al Oscar que abordan temáticas raciales, Judas y el Mesías Negro es la única que utiliza realmente al cine como herramienta. Tanto La madre del blues como Una noche en Miami son vehículos asentados firmemente en la materialidad teatral, con apenas algunos trazos que las pueden vincular con los componentes cinematográficos. En cambio, el film de Shaka King se aferra a instrumentos genéricos, pero también al movimiento y al montaje para construir su relato, aunque eso no le termine de alcanzar para armar una propuesta verdaderamente atrapante.
Ciertamente la historia de Judas y el Mesías Negro es apasionante: la película sigue el derrotero de Bill O´Neal (LaKeith Stanfield), un criminal que, para eludir una condena por robo y por fingir ser un agente federal, termina aceptando el mandato del FBI para infiltrase en el Partido de las Panteras Negras. Progresivamente, se va ganando la confianza del ascendente Jefe del Partido, Fred Hampton (Daniel Kaluuya), aunque al precio de que crezca dentro suyo la culpa por socavar desde adentro una causa con la que no puede evitar identificarse. En esa estructuración, propia del policial, el relato tiene un referente cercano prácticamente ineludible, que es Los infiltrados, aquel gran film de Martin Scorsese plagado de identidades encubiertas, pistas falsas, trampas y momentos donde todo parece a punto de estallar.
Tanto desde el guión (que coescribe) como desde la puesta en escena, King se hace cargo y abraza esa referencia scorsesiana, y es desde donde delinea los mejores pasajes de la película. De hecho, consigue por momentos, desde el conflicto interno que aqueja a O´Neal, retratar una época de visiones en violenta colisión: en sus comportamientos erráticos vemos a esa América negra oprimida y con deseos de rebelarse frente a un sistema que la persigue y castiga, pero también con la necesidad de un refugio institucional que la proteja y le dé otra clase de sentido de pertenencia. En eso es clave la estupenda actuación de Stanfield, quien construye a O´Neal mayormente desde la introspección pero también desde un par de gestos puntuales, cercanos al patetismo, esa dependencia e inseguridad que se trasladan a sus vínculos personales no solo con Hampton -Kaluuya encuentra aquí una inesperada y productiva intensidad-, sino también con el agente federal Roy Mitchell (Jesse Plemons, excelente como siempre), que acciona en muchas ocasiones en un doble rol de mentor y vigilador.
El problema surge cuando Judas y el Mesías Negro se aleja del policial para adentrarse con mayor decisión en el alegato político, rozando incluso lo partidario. Y si de la mano del policial había transmitido una importante dosis de ambigüedad y construido personajes plagados de contradicciones, en cuanto empieza a preocuparse por bajar línea, no solo pierde consistencia sino también relevancia. Los últimos minutos están dominados por una mecánica narrativa de buenos y malos, de víctimas y victimarios, en la que se destaca la pureza casi irreal de Hampton en contraposición a los dichos entre repugnantes e inverosímiles de un J. Edgar Hoover (Martin Sheen) que bordea lo caricaturesco. La forma en que el film resuelve los conflictos termina transmitiendo una angustia efímera que es, finalmente, tranquilizadora, porque evita las preguntas incómodas. Si Judas y el Mesías Negro arranca preguntándose sobre cómo construimos las categorías del Bien y el Mal, las respuestas a las que termina arribando son excesivamente facilistas.