El ocaso de una diva
En manos de Renée Zellweger y el director Rupert Goold, Judy Garland es una estrella más grande que la vida y una niña en el cuerpo de una leyenda.
La persistente moda de hacer películas sobre figuras musicales como potenciales candidatas al Oscar parece moverse dentro de tres o cuatro formatos. Algunos pertenecen al universo del documental (tres de las últimas siete ganadoras en esa categoría tenían a la música como su tema) y otras, al de la ficción. Dentro de estas, por un lado tenemos la biografía clásica que recorre, de manera wikipédica, los altos y bajos de la carrera de alguna figura de la música. Otros eligen tomar un punto específico en las vidas de estas estrellas –generalmente ligado a su decadencia— y usar ese momento como eje, como disparador de una reflexión sobre ellas. En todos los casos suelen tratarse, salvo algunos muy raros, de productos mediocres o apenas aceptables, cuyo principal punto de venta es la actuación “descollante” de algún actor. Y Judy no es la excepción a la regla, en su variante más digna y prolija.
A su favor le juegan un par de cosas. La película de Goold –que responde claramente al segundo modelo de ficción planteado— es elegante, delicada, cuidadosa. Probablemente no sea el tipo de película que generará fascinaciones, pero tampoco odios ni rechazos. Pese a ser Judy Garland una figura del cine y la música norteamericana, hay algo intrínsecamente inglés en Judy. Y no solo porque el momento de la vida de la diva que se captura aquí está ligado a su paso por ese país, sino porque la propia contención de la película así lo deja en claro. Garland era una figura excesiva en todo sentido, pero el film prefiere no intentar ponerse a la altura de un personaje caracterizado por cierta grandilocuencia, sino bajarla a la tierra, volverla un ser humano.
Y la propia Renée Zellweger hace lo mismo, entendiendo que personificar a una estrella con tanta repercusión, fama y fans devotos ameritaba un entendimiento “desde adentro” del personaje y no uno que apostara solamente a reciclar sus mohines, berrinches y grandes éxitos. Su Judy tiene muchos de esos tics (faciales, verbales, su mirada medio extraviada), pero se sienten naturales, producto de una persona atrapada en una suerte de lenta pero inevitable desintegración artística y personal.
En ese sentido, el guión de Tom Edge –basado en su propia obra de teatro— es bastante radical dentro del género. No sólo se centra en un hecho específico de la vida de Garland sino en uno de los últimos: la gira que hizo por Inglaterra en 1968, pocos meses antes de su muerte, a los 47 años, en ese mismo país. Es cierto que Goold le inserta algunos flashbacks, pero solo para ir al rodaje de El mago de Oz, la película que la hizo famosa y que le empezó también a traer muchos de los problemas con los que tuvo que lidiar el resto de su corta vida.
La película arranca con Garland en una pésima situación personal, siendo echada del hotel en el que vivía por falta de pago del cuarto. Con sus dos hijos más chicos a cuestas, Judy tiene que recalar en la casa de su ex marido, quien pretende la tenencia de los niños. Considerando la situación no solo económica sino de salud de Garland, no es un pedido absurdo. La aparición de un joven dueño de clubes nocturnos, al que conoce en una fiesta, permite que la cantante se recupere un poco. Necesitada de dinero y, a esa altura, casi incontratable en los Estados Unidos, la mujer viaja a Inglaterra para dar una serie de shows. Presentaciones que, evidentemente, no estaba del todo capacitada para llevar a cabo.
Ese es el punto de partida narrativo para esta película que intenta encontrar en los literales y metafóricos abusos que Garland sufrió de parte de la industria (las presiones del estudio, las drogas que le daban para sostenerla activa y hasta algún específico abuso físico) las causas que la fueron llevando a su adicción al alcohol y a los medicamentos. En su paso por Gran Bretaña, Garland lidia con su deseo de cantar y lucirse en el escenario (su voz, pese a sus duras experiencias, seguía siendo extraordinaria) enfrentado a sus constantes recaídas en ese tipo de consumos, seguidas por crisis de angustia y depresión. Uno de las subtramas más interesantes de Judy tiene que ver con el fanatismo a su figura, devenida luego en culto y devoción, por parte de la comunidad homosexual, representada aquí por una pareja gay que la ayudará y hasta salvará en más de una situación complicada.
La película no está exenta de escenas obvias y un tanto subrayadas (los promotores insensibles, un público capaz de ser excesivamente brutal, la mecánica manera en la que los traumas del pasado se hacen eco de manera muy directa en el presente), pero nunca cae en la temida biografía ilustrada de tantos éxitos recientes del subgénero. De hecho, si algún espectador no conoce mucho de la vida y la obra de Judy Garland, deberá luego investigar más sobre su figura ya que es poco lo que se detalla aquí. Y si la película despierta el deseo de ver sus films y escuchar sus discos quizás sea la mejor manera de celebrarla.
Es claro que el “punto de venta” de la película es la personificación de Zellweger, que no solo interpreta a la diva sino que le pone su voz a las canciones que ella cantaba. Y la reaparecida actriz de El diario de Bridget Jones logra meterse bajo la piel del personaje y transmitir sus dudas, sus miedos, sus emociones y sus temblores de una manera poderosa y efectiva. Sí, se trata de esas actuaciones para ganar premios –y todo parece indicar que el Oscar a mejor actriz será para ella–, pero generada no sólo desde la máscara, sino desde un entendimiento bastante profundo de qué es lo que va atravesando el personaje. En manos de Zellweger y Goold, Judy Garland es, a la vez, una estrella más grande que la vida y una triste niña, temerosa y solitaria, que vive adentro del cuerpo de una leyenda.