Una gota de agua en el Pacífico.
Judy, pequeña, campirana, de aire simple y aniñado, como la caperucita real, vino a enfrentarse desde los primeros minutos a un hombre grande. Grande en el esperpento del abuso y el control, en la silueta que hace sombra a la inocencia, en la autoridad que le dio el poder del dinero. ¿Sería Louis B. Mayer el leviatán del cine en la primera mitad del siglo XX? Desde el principio de Judy, película de Rupert Goold, Mayer se presenta, dueño y señor del mayor estudio cinematográfico de la época, como la personificación del lobo más grande que hayamos podido ver. Y allí, Judy Garland –en las contadas analepsis de su juventud, interpretada por Darcy Shaw-, adolescente, desvalida, marginada, huérfana, enfrentándose al demonio armado de la consigna chantajista del sin mí serás «como una gota de agua en el Pacífico», se deja hundir en el miedo de ser lo que siempre, a fin de cuentas, terminó por añorar: la normalidad.