Judy

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Como toda biografía, esta también es limitada. En realidad, Judy es particularmente limitada: oscila entre el final de la carrera -y de la vida-de Judy Garland y su arduo trabajo en El mago de Oz en los años treinta. Allí vemos a Judy joven (interpretada con frescura y singularidad por Darci Shaw) y sometida a las tiranías y disciplinas de Louis B. Mayer y de sus esbirros en los estudios MGM. Desde esas penurias se derivarían tanto el superestrellato de Garland como, quizá, las peripecias más trágicas de su vida, una de las más atormentadas de Hollywood.

Garland fue una estrella, una de las grandes, de esas que a partir de cierto punto ya no pudieron encajar en los Estados Unidos y tuvieron que reflotar sus credenciales en otras tierras; en este caso en conciertos en Londres, donde era reverenciada a fines de los 70. El cine clásico ya no se producía en esos años, pero la señora Garland seguía siendo la inolvidable Dorothy de El mago de Oz (y la Manuela Alva de El pirata, uno de los más grandes musicales de Vincente Minnelli) y era, además, un ícono gay; su muerte incluso es considerada el punto de partida de importantes luchas proderechos. Garland era además una mujer en conflicto con uno de sus exmaridos, Sid Luft, por la tenencia de sus hijos en común; la otra hija, Liza Minnelli, ya era grande.

Esta biografía inglesa, dirigida por también británico Rupert Goold, es de esas que, al vampirizar la historia memorable del arte, logran acercarse a ciertas grandezas que las nutren aunque sea parcialmente, como por ejemplo en la fiesta del principio, ambientada en el Hollywood de los 60, el que tenía que optar entre sobrevivir o reconvertirse.

Judy y la Judy de Zellweger sobreviven además gracias a los hitos de Garland, al poderío de las canciones, a la emocionante, sencilla y directa secuencia de la conexión y amistad con la pareja gay de Londres, y también porque Goold se permite algunos momentos en los cuales el trabajo obsesivo de su protagonista se aleja del centro del plano.

Cuando la actuación de Zellweger no está sonando, no está absorbiendo la energía del relato -y de todo lo que esté alrededor-, notamos reverberaciones musicales, cinematográficas y humanas que nos conectan con el arte de uno de los mayores íconos surgidos del Hollywood más legendario. La performance de Zellweger, acaso ganadora cantada como mejor actriz del inminente Oscar, es simplemente otro de esos ejercicios esforzados, entrenados y ejecutados con una energía disparatadamente mimética que tantas veces son confundidos con una gran actuación.