Es casi un número puesto que frente a la temporada de premios, aparece, todos los años, algún biopic que catapultará a su protagonista directamente a la alfombra roja y a acariciar el Oscar. Aun cuando el filme en sí mismo no aporte cinematográficamente nada demasiado valioso, será el vehículo perfecto como para que algún actor, alguna actriz, se alce con la dorada estatuilla.
El mundo de la música, además, es uno de los entornos más elegidos, no solamente para narrar algunas de las tormentosas historias que se conocen, sino que además suele dar lugar a un despliegue de producción con números musicales y una llamativa banda de sonido: así lo prueban “Rapsodia Bohemia” el retrato de Freddy Mercury de la mano de Rami Malk, Phoenix en “Johnny and June”, el Dylan de “I’m not there”, “Ray”, Angela Basset como Tina en “What’s love got to do with it” o “La vida en Rosa” con Marion Cotillard en una arrolladora Piaf.
Este año es el turno de “JUDY”, que toma un momento muy particular en la vida de Garland para mostrar el otro costado de la estrella, un momento en donde a pesar de estar rodeada de notoriedad y apoyada por su público, tuvo que luchar contra diversas enfermedades físicas y psíquicas, dificultades financieras y graves problemas frente a la tenencia de sus hijos.
Si bien el guion resuelve positivamente el hecho de que el material está basado en la pieza teatral “Al final del arco Iris” de Peter Quilter (que tuvo una versión local en la temporada 2014/2015 a cargo de Karina K, Arturo Grimau y Federico Amador) y se desdibuja perfectamente todo el espíritu teatral del texto, la dirección de Rupert Goold no encuentra la manera de mejorar desde su puesta, un material que, de por sí, no tiene demasiado vuelo y se basa en ciertos esquemas y recetas básicas propias para reseñar la vida de un artista.
El guion de Tom Edge padece de los mismos problemas que aparecen en otras biografías, en donde se “santifica” al artista al que se le rinde tributo y se lo presenta con un costado más amable, más angelical, menos sinuoso y complejo de lo que ha sido realmente su vida privada – cuyos datos más oscuros son además públicamente conocidos-, insistiendo en una especie de “lavado” que evita el costado más sombrío de las grandes estrellas pero que también genera, desde el espectador, una distancia y una falta de empatía que termina resintiendo el producto final.
En este caso, si bien hay algunos flashbacks que nos llevan al momento en que Judy filmó la inolvidable “El mago de Oz”, la mayor parte de la historia se centra 30 años después del estreno de esa famosa película, cuando en 1968, lejos de sus hijos y acosada por las deudas, Garland se instala en Londres para dar una serie de conciertos que percibe como una posibilidad de encontrar equilibrio en su economía y reestablecer los vínculos familiares.
Básicamente todo lo que sucede en “JUDY” gira alrededor del personaje casi excluyente que construye Zellweger y algunas participaciones como las de Rufus Sewell, Michael Gambon o Finn Wittrock, aparecen sin ninguna espesura dramática sino como simple vehículo para que la protagonista absoluta del filme, pueda tener algunos de sus momentos de lucimiento.
En ese sentido, la actuación de Renée Zellweger puede dividirse claramente entre los momentos puramente musicales y los segmentos más dramáticos de la historia. Tanto desde la puesta en escena como en términos actorales los fragmentos musicales son, por lejos, los más acertados y le permiten desplegar su excelente entrenamiento tanto en lo vocal como en la interpretación de las canciones, talento que ya había demostrado en “Chicago” (como Roxie Hart en la adaptación de Rob Marshall del clásico de Broadway de Bob Fosse) y que renueva, en este caso, con “Trolley Song” “Come Rain or Come Shine” o “Get Happy” más allá del absoluto clásico de “Over the Rainbow”.
En cambio, en los momentos dramáticos por los que atraviesa esa Judy completamente quebrada por la enfermedad, las adicciones al alcohol y las pastillas y por los sinsabores de una carrera artística sobre la que no puede encontrar el control, el trabajo de Renée Zellweger luce sumamente exterior.
Sabemos que no todo el peso de una composición debe basarse en un buen trabajo de maquillaje o que el parecido físico ayude a realzar la imagen porque lo que termina sucediendo es que Zellweger en su camino al Oscar se embarca en una catarata de tics, de mohines y de poses en donde se asegura, en forma demasiado calculada, la efectividad del personaje. Los momentos más fuertes y de quiebre, no transmiten ni la fuerza ni la emocionalidad que la escena necesita para conmover al espectador y si bien su Judy es construida con detalle y minuciosidad, todo parece quedar en la superficie y en el golpe de efecto más que en el trabajo introspectivo desde la emocionalidad o las diferentes intensidades que permite el personaje.
También es cierto que los textos que le ofrece el guion de “JUDY” no son demasiado generosos sino más bien llanos y sin demasiadas sorpresas. Zellweger se carga sobre sus hombros el desafío y por lo que se viene observando en la temporada de premios (ya ha sido ganadora del Globo de Oro, el SAG Award, el BAFTA, el del círculo de críticos de Londres, entre tantos otros) ha rendido evidentemente sus frutos, pero también ha tenido la “suerte” de presentarse en un año donde no ha tenido grandes competidoras que puedan arrebatarle el premio mayor de la industria.
Como en un juego de espejos, Zellweger ha tomado con fuerza el timón de su carrera, después de algunos años de alejamiento de la industria cinematográfica, sueño que Judy vio trunco cuando la muerte la sorprende sin haber cumplido con esa ansiada búsqueda de equilibrio y contención.