La burla, la risa y la indolencia de toda una generación eran probablemente los últimos lugares donde esperaba acabar Renée Zellweger tras haber vivido una década intensa, inmensa de amour fou con el público y éxitos en la cima del mundo del espectáculo: Hollywood: mágico mundo de dolores en el que consiguió un Oscar y tres nominaciones, cerdos y diamantes. El mismo año, 1996, esta ignota actriz de Texas vivió los dos extremos del termómetro: de ser invitada al Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y caminar por las calles como cualquier hija de vecina marplatense en representación del dramindie (drama indie formato Sundance) World Wide Web, a ser catapultada como una bengala al Olimpo de la Comedia romántica contemporánea por su actuación en Jerry Maguire, una de las películas más exitosas del siglo 20; ser venerada a uno y otro lado del Atlántico por el hilarante personaje que compuso para la trilogía Bridget Jones, donde un reparto íntegramente británico le declaró el empate; y, como resultado, obtener el título de actriz campeona de las Pesos Pesados en un medio competitivo y sanguinario.
Zellweger sobrellevó dignamente su cambio abrupto de vida hasta que se practicó una cirugía estética que la puso de nuevo en las tapas de las revistas, pero de las amarillentas, donde cayó en las fauces del chimento, esa podredura comunicacional instalada en la napa más nauseabunda de la intromisión y la buchonería que en nuestros peores momentos de zozobra intelectual solemos confundir con periodismo. Para las personas que viven de su egocentrismo y su talento, el infierno no existe pero hay algo parecido: la ignominia absoluta tras la popularidad extremada.
También podríamos estar hablando de Frances Ethel Gumm, alias Judy Garland.
Judy Garland fue siempre un ser frágil de un metro cincuentaiún centímetros y un aura resplandeciente de estatura colosal producto de una gestualidad expresiva iluminadora, una voz extraordinaria y un carisma irreductible. Su participación legendaria, inocente y etérea en uno de los musicales más célebres que existen, El mago de Oz (Victor Fleming, 1939), la entronizó como ícono, no del género, del cine para la eternidad. Le decían “Miss Showbusiness”. La comunidad gay llegó primero al adoptarla como estampita digna de un abrazo paternal cuando su efigie empezaba a debilitarse al poco tiempo de cumplir con otra performance consagratoria en la segunda versión de Nace una estrella, dirigida por George Cukor en 1954. Idolatrar es fácil cuando el ídolo está bañado en oro pero idolatrar a alguien que empieza a resbalar en el barro fuera del prime time es amor posta.
De este cariño sincero trata la secuencia más valiosa de Judy, la película biográfica de la que todavía no hemos dicho nada a pesar de 2556 caracteres con espacios: en esta adaptación de la obra de Tom Edge y Peter Quilter Judy Garland tiene 47 años y en 1968 llega a Londres para ofrecer una serie de conciertos que agotarán las entradas horas antes de que ella agote sus reservas de drogas legales – las que la llevarían a la tumba al año siguiente –, acosada por un sinnúmero de espectros y pesadillas germinadas durante los abusos físicos y psicológicos recibidos desde su infancia, cuando su madre la entrega a la maquinaria grotesca del cine industrial para que Louis B. Mayer, uno de los pilares de la Metro-Goldwyn-Mayer, la contrate sin hacerle siquiera prueba de cámara y la trabaje hasta diez horas diarias cuando Judy más bien tenía la edad de estar en casa saltando la piola. La película no fue autorizada por Liza Minelli y el resto de sus parientes, lo que nunca dice mucho: la verdad permanece custodiada entre anaqueles de memorabilia que sólo aprecian sus herederos y cajas fuertes con secretos inconfesables cuyas combinaciones están vedadas a la prensa. La última biopic no autorizada por una parentela fue la de Jimi Hendrix y resultó un desastre desde todos los puntos cardinales.
Volvamos a la otra estrella de rock muerta por sobredosis que nos ocupa, que la estatura trágica de Garland es equiparable a la del resto del equipo de “los 27 años negros”: Jim Morrison y Janis Joplin. La secuencia que decíamos es la de la pareja gay que ha ido a verla a todas las funciones y tiene la bendición de cruzarse con ella y que ella, además, acepte ir a cenar con ellos luego de que la hayan descubierto en la calle preguntando por la farmacia más cercana con ojos de “¿Vos sos dealer?”. En otro momento del tejido narrativo de la película la secuencia hubiera resultado un pelmazo algo cursi. Objetivamente, aislada del contexto, quizás lo sea. No le pidamos Terence Davies al Rupert Goold. Pero cuando Goold, el director, intercepta la asfixiante carga de humillaciones y dolor existencial que la protagonista viene recibiendo, con esta digresión balsámica logra trascender astutamente el cliché del “homosexual sensible con la mujer” al que suelen recurrir los cineastas heterosexuales para bloquearle transitoriamente al espectador el sentimiento masoquista y edificar en consecuencia el punto neurálgico en el que la película propone un subtexto: en qué medida son responsables de una vida sufriente aquellos daños colaterales que devienen del acoso exitista del fan cuando es procedido por esa conducta típicamente (infra)humana que es arrebatarle el precio vital a alguien porque su valor de cambio ya no cotiza en Bolsa.
“Verse bien es la mejor revancha”, dijo una vez Tony Curtis.
Se pone lentes de contacto, peluca, etcétera, pero Zellweger no hace trampas. Su ganancia en Judy es una causalidad del esfuerzo y el oficio. Hace la mejor Garland imaginable para alguien con un physique du rol adverso y su trabajo es dos tercios de la película. La chica que miraba vidrieras de Havanna a fines de los noventas vuelve por el renacimiento de su ilusión muerta, vestida con una remera con la frase de Curtis estampada.