Va a llegar el día en que el mundo se haga cargo del horror que fue el comunismo (y que sigue siendo todavía en algunos lugares del planeta). Ese día, las películas como Juego limpio ya no tendrán razón de ser, o serán vistas apenas como reliquias obsoletas de una era superada. Es que, en su gran mayoría, las películas que revisitan el tema toman la forma de denuncia altisonantes y subrayadas que no hacen avanzar al cine, más bien lo frenan, lo transforman en apenas una variante del panfleto o del documental edificante. Los directores más hábiles, como Christian Petzold en Bárbara, pueden ingeniárselas para no caer en la trampa de la denuncia obvia y fijarse en cosas como la vida cotidiana de sus personajes, o tratar de atisbar un cierto clima de época que no sea el mismo que nos cuentan una y otra vez los programas del History Channel. Otros, como Pavel Pawlikowski en Ida, pueden indagar las secuelas que esos regímenes dejan en las personas, incluso en algunos de sus antiguos adherentes: la tía de la protagonista, con su cinismo, su alcoholismo y su final trágico, es apenas una esquirla más que el gobierno polaco deja a su paso. Por su parte, Andrea Sedlá?ková, directora de Juego limpio, parece cumplir a rajatabla con los mandatos de esta clase de relatos sin interesarse demasiado por el mundo y las criaturas que tiene delante suyo.
Hay que decir, sin embargo, que la película es ágil y que tanto el guion como las imágenes rezuman una notable vitalidad: Sedlá?ková filma escenas brevísimas, a veces con pocos o ningún diálogo y apelando a una singular economía de planos. Es imposible aburrirse con Juego limpio y con la historia de Anna, joven corredora del equipo nacional checoslovaco que entrena duramente para llegar a las Olimpíadas. La película se apropia en parte del dinamismo del género de deportes y de su fisicidad: incluso sin ser una atleta de verdad, la actriz despliega en la pantalla un notorio esfuerzo corporal que le aporta credibilidad al relato. Las escenas de entrenamiento son escasas pero efectivas: tanto en distintos tipos de pistas como en la montaña o en la nieve, el cuerpo de la protagonista deja ver el gasto físico de cada pique y de cada carrera.
Digamos que la película viene bien, incluso que entusiasma, hasta que se hace presente el conflicto central. Un reducido grupo de médicos y políticos de aire siniestro convence al entrenador de Anna, y luego a ella, de tomar Stromba, un anabólico que ayuda a hacer crecer los músculos y que no deja rastros en el cuerpo si se lo abandona unos días antes de la competencia. De ahí en más, la trayectoria de la película se vuelve previsible y reiterativa: Anna mejora su rendimiento pero padece dolores y malestares, y se entera de que la droga puede provocar la muerte, pero tanto su entrenador como su madre insisten en que la siga tomando porque creen que es la única forma de clasificar para los juegos olímpicos. Del retrato dinámico de la vida de una joven atleta que fue en un principio, Juego limpio se transforma en un pesado fresco de época cuyos temas son el autoritarismo, el miedo y el quiebre de los lazos sociales más primarios. El engaño de los médicos sobre los posibles peligros del consumo del anabólico es replicado por la propia madre cuando cambia unas vitaminas por cápsulas de Stromba para que Anna las tome sin darse cuenta, aunque eso implique poner en riesgo la vida de su hija. El padre ausente y emigrado desde hace tiempo a Occidente parece haber olvidado por completo a su familia, y cuando Anna lo llama por teléfono, la trata casi como si fuera una desconocida. El entrenador, primero una figura paterna que vela por el destino de su protegida, se revela enseguida como un tirano que fuerza a sus atletas hasta el límite sin importarle las consecuencias. La madre es amenazada por la policía secreta para que delate a un antiguo amante, ahora un activo opositor al régimen, para el cual ella transcribe a máquina y a escondidas textos prohibidos por el gobierno.
La velocidad del comienzo cede a los lugares obligados de la denuncia política que condensa magistralmente (por lo torpe) y subrayada, la escena en la que Anna y su madre van a pedir una visa para que la hija viaje al exterior a pasar unos días con el padre, al que no ve hace casi una década: la empleada, maleducada y pedante, viene a ser una alegoría grosera de la omnipotente burocracia comunista que dirige caprichosamente la vida de los ciudadanos. Lo que sigue es la predecible degradación de las dos mujeres, cada vez más sospechadas y perseguidas por los brazos de un Estado prepotente que vive a la caza de la más mínima disidencia. Los hechos se suceden de forma tal que puedan confirmar la tesis de la película, y la partida intempestiva del novio de Anna y de su familia, y el impacto que produce en ella, hacen acordar a la muerte gratuita del final en La vida de los otros, cuyo fin era también propinar un golpe de gracia al protagonista y, de paso, certificar el horror que supone vivir en países con regímenes totalitarios. Pero todo eso ya lo sabíamos de antes, y que el cine está para otras cosas también.