"Juego perfecto": de perfección, poco y nada.
La nueva película como director del protagonista de "Gladiador" mete en una olla un poco de todo lo que encuentra mano. Y el guiso le sale mal.
Aunque conocido en casi todo el mundo por sus trabajos como actor, en especial desde que El informante (1999), Gladiador (2000) y Una mente brillante (2001) le significaron tres nominaciones consecutivas para el Oscar y una estatuilla por su Maximus en la película de Ridley Scott, el neozelandés Russell Crowe despunta cada tanto el vicio de la dirección. Así lo hizo en 2014 con Camino a Estambul, un melodrama orgullosamente demodé que seguía el viaje de un padre (el propio Crowe) desde Australia hasta Turquía para encontrar y enterrar los cadáveres de sus tres hijos caídos en acción durante la emblemática batalla de Gallipoli de la Primera Guerra Mundial. Y así lo hace ahora con Juego perfecto, que se presenta como la historia de un jugador profesional de póker que desarrolló uno de los primeros sitios online de apuestas y ahora, forradísimo en plata, se pasea por una vida majestuosa como un ánima tristona y una voz gutural susurrante.
¿Qué le pasa al bueno de Jack Foley? Se verá a medida que vaya cocinándose este guiso oceánico hecho con retazos de subtramas de mil películas ya vistas. Si en Camino a Estambul Crowe aparecía como un realizador con plena confianza en los mecanismos más trajinados de los dramas de época, aquí luce como alguien que nunca sabe para dónde ir. O, peor aún, como alguien que ambiciona narrar algo que ni él parece saber muy bien qué es. Todo arranca con una típica secuencia de un coming-of-age, esto es, con un par de chicos andando en bici durante una tórrida tarde de verano. A la vera de un acantilado se junta el grupete de amigos para jugar a las cartas –por guita, obvio-, hasta que viene un matoncito digno de una high-school movie para robarles el botín. Los pibes huyen tirándose al río, el malo los putea y promete encontrarlos: todos felices y contentos. Corte a un presente con Foley (Crowe) ajustando los últimos detalles para una noche de juego con aquellos amigos, no sin antes pegarse un alto viaje de ayahuasca o alguna sustancia similar, guiado por un gurú que habla con la sabiduría ancestral de un señor Miyagi oceánico.
Pero no será, desde ya, una noche cualquiera, porque la idea es apostar fuerte con los chicos devenidos en adultos muy distintos entre sí: uno ahora es ministro, otro anda en modo hippie, el tercero lleva una vida apacible como padre de familia... Que las apuestas tengan varios ceros –cortesía del dinero que Foley repartió entre todos–- es el síntoma inequívoco de que Foley se trae algo entre manos y que, quizás, el póker sea una excusa. Y lo es, pues de allí en adelante Juego perfecto mete en una olla un poco de todo lo que encuentra mano: la voluntad algo perversa de Jack de empujar a los jugadores hasta más allá de sus límites éticos, las confesiones ventiladas cuando el alcohol empiece a correr –que uno se quiere suicidar, que al otro lo extorsionan con un video encamándose con una chica, y así-, algún intento por recurrir a la emotividad más crasa manoteando una enfermedad terminal, secuestros, robos, y una venganza que de tan imposible se vuelve irrisoria, como casi todo en este juego que de perfecto tiene poco y nada.