Ocho años pasaron del auspicioso debut como director de Russell Crowe con Camino a Estambul, un drama que mostraba los coletazos de la Primera Guerra Mundial eludiendo, aunque no siempre lográndolo, los momentos melodramáticos en pos de una apuesta intimista que el actor (también cara visible de su ópera prima) se ponía al hombro con solvencia.
Por lo tanto, cuesta creer que el neozelandés haya escrito, dirigido y protagonizado Juego perfecto, un thriller anticlimático y tedioso al que le interesan más los mensajes zen que la construcción de un largometraje de acción hecho y derecho al que Crowe no se le anima. El actor interpreta a Jake Foley, un multimillonario que reúne a sus amigos de la infancia para un juego de póquer que sirve de excusa para que el grupo, lejos del mundanal ruido, pueda compartir secretos que cargan desde hace años.
La primera secuencia del film, á la Cuenta conmigo de Rob Reiner, delimita los rasgos de los personajes e incluso presenta al villano de turno, pero con una sensiblería que no logra fusionarse con lo que vendrá luego: un robo a ese refugio que termina uniendo a los amigos que se protegerán mutuamente como si no hubiese pasado el tiempo. Crowe coquetea con diversos géneros pero no se compromete con ninguno, y su personaje, quien luego busca convertirse en la brújula moral de la historia, no es más que una hoja en blanco, el líder menos carismático posible. Ni thriller ni película de atraco: en Juego perfecto las secuencias de acción son tan pueriles que rozan lo vergonzoso.