Otra más. Estamos frente a otra más de estas producciones en las cuales se juega al falso documental con lo cual el espectador podrá acomodarse en la butaca y esperar mucha cámara en mano, cero estética, casi nada de encuadre (al menos no cinematográfico), y en este caso en particular una idea que suena bien para el género del terror. Suena bien “Juegos demoníacos”… Nada más.
Fundido a negro.
Imágenes de archivo. Desde la pantalla se lee que en 1932 el pueblo ucraniano sufrió la decisión de Stalin de no darles comida para provocar hambruna. Miles murieron de hambre y otros miles se volcaron al canibalismo. Por si este horror no le quedó claro al espectador, Jenny (Jennifer Armour), una de los tres estudiantes recién llegados al lugar, volverá a repetirlo ante una de las cámaras que llevaron para registrar el testimonio de Boris Glaskov (Yuriy Zabrodskyj) en una serie llamada “Caníbales del siglo XX”. Si, son estudiantes de cine, antropología o historia de la gastronomía mundial, no se revela y para cuando se dan indicios más claros a nadie le importa.
Trasladada la acción al país de origen, Jenny, su novio Ryan (Paul S. Tracey) y Ethan (Jeremy Isabella) se juntan con Valeri (Vladimir Nevedrov), una especie de guía más vivo para el “mangaso” que el Negro Olmedo y Katarina (Alina Golovlyova) la traductora. A ellos se suma Inna (Inna Belikova), una suerte bruja con quien deben ir porque si no nadie querrá hablarles. Todos van en busca de la entrevista. Es más, se encuentran con él y éste les da la llave de su casa para que se vayan instalando. Así nomás. Lo cierto es que en la casa de este tal Boris hay gato encerrado (literalemente) y como algunas páginas del guión se perdieron, la resolución aparece por medio de una tabla Ouija que está convenientemente tallada en la mesa.
Podrá imaginar el espectador lo que se viene (cortes de luz, cosas que se mueven, sonidos raros, etc), porque lo cierto es que sea en ucraniano o en inglés, el juego de la copa es el mismo. Para el director Petr Jákl, la acción se dividirá entre cuán estúpidas e inverosímiles son las decisiones de los protagonistas, y cuan sofisticadas serán las formas de manifestación de los ectoplasmas, más allá de que se vea poco, o que los encuadres sean deliberadamente caseros para justificar el registro supuestamente “real”.
Si algo se puede ponderar es la intención de los guionistas de mantenerse fieles al texto con el cual comienzan y traigan a la memoria al verdadero inspirador de la historia. El verdadero asesino de más de 50 mujeres y niños que eventualmente se erige como el gran demonio de esta historia.
Se puede apreciar que no siempre se recurra a los “violinazos” de la banda de sonido para asustar, y también la media tensión que genera la necesidad de una traductora para poder asimilar la información.
Es raro decirlo; pero hubo un par de buenos estrenos este año como “El payaso del mal” (2014) o la reciente “Krampus” (2015), ambos miran a los ‘80 como punto de referencia para la búsqueda de la estética y la narrativa. No pasa lo mismo en esta producción tataranieta de “El proyecto Blairwitch” (1999).
Con una fórmula completamente agotada, una forma que ya no surte efecto alguno, y un contenido que niega lo más interesante de la idea para centrarse en lo obvio, “Juegos demoníacos” se convierte en otro de los productos que engrosará la larga lista a ser considerada por un público argentino, a veces demasiado generoso con un género, que entrega cada vez menos.