Julia (Umbra Colombo) y Emma (Victoria Castelo Arzubialde), su hija de 12 años, se instalan en una casona en la zona de Unquillo. Pero, aunque el ambiente en primera instancia pueda parecer idílico, las circunstancias claramente no lo son.
Si bien ya ha pasado un tiempo prudencial desde la muerte del marido de Julia y padre de Emma, el duelo (el dolor) no tiene fecha de vencimiento. Para colmo, el lugar ha sido vandalizado en su ausencia: ni la heladera han dejado quienes irrumpieron en el lugar. Mientras intentan ordenar el lugar luego de los destrozos y acomodarse como pueden (la idea parece ser vender la propiedad), se empieza a percibir una fuerte tensión entre madre e hija. Es la adulta quien parece no tener paciencia ni mucho menos amor para dar en ese momento a una menor que, lógicamente, tiene reclamos y reproches para hacer.
La precariedad de la existencia, la época invernal y la soledad no hacen más que amplificar la veta melancólica y por momentos desoladora de la historia. En este sentido, la directora de la formidable Atlántida no cede a las tentaciones facilistas y, con un rigor extremo, sostiene el planteo inicial al punto en que por momentos resulta difícil empatizar con los personajes, sobre todo con el de Julia, una mujer de pelo platinado con pasado como actriz.
La película empieza a dar un giro cuando Julia se reencuentra con Gaspar (Pablo Limarzi), un viejo amigo y colega que intenta convencerla de que retome de alguna manera su actividad artística. ¿Habrá espacio para reconstituirse, reconstruirse y comenzar de nuevo como una familia ensamblada?
Árida, áspera, ríspida, dueña de una extraña belleza en medio de la tristeza desgarradora, Julia y el zorro es una película que genera sensaciones encontradas, contradictorias. Un cine de climas, de estados de ánimo, construido con paciencia y determinación. Con sensibilidad, sí, pero jamás de forma complaciente ni espíritu demagógico.