Un regreso y un duelo afrontados por una madre y una hija desarrolla Inés María Barrionuevo en su segunda película Julia y el zorro, que se estrena tras su paso por San Sebastián y por la Competencia Argentina en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Julia (Umbra Colombo) es bailarina y actriz. Más cerca de la pose de una diva. O al menos así son sus aires, su modos, su peinado y su color de pelo, su vestuario y su manera de decir. Regresa a Unquillo, Córdoba, con su hija Emma (Victoria Castelo Arzubialde) a una casa familiar a la que poco frecuentó, no así la niña y su padre.
La casa sin cuidadores, ni visitas periódicas, se encuentra vandalizada: robada en algunos objetos, pintada con grafitis y deteriorada en rasgos generales. Julia quiere venderla. Ese tiempo algo invernal que vivirán allí traerán reencuentros (Gaspar, un director amigo de la protagonista que la incentiva a regresar a los escenarios) y nuevos proyectos, pero también una tensión permanente entre madre e hija.
Julia se niega a reconocer su estado. Vive entre la desidia, la apatía, los bajones y los enojos intentando continuar la vida y hacer del vínculo con Emma algo más cercano.
Barrionuevo trabaja en una primera parte los climas, las sugerencias, las sutilezas, sin necesidad de enunciar en palabras lo que se está desenvolviendo frente a nuestros ojos. Hasta que la protagonista pronuncia una frase en un baño de un boliche y sin volverse un film lleno de diálogos, se abandonan esos modos para decir explícitamente. Se podrá alegar que ese silencio que somete a Julia se ha roto y ahora podrá, al menos, comenzar a atravesar los duelos.
Con un trabajo fotográfico destacado, al igual que las actuaciones, el film construye sensiblemente un mundo de mujeres con sus complejidades, miedos y certezas y a pesar de cierta previsibilidad alegórica (con respecto al animal del título, ya sea en la fábula que enmarca a la película o en la figura real que aparece) y una duración algo estirada, mantiene la atención.