Una capa evanescente de fábula contemporánea transfigura el hiperrealismo serrano en Julia y el zorro, segundo largometraje de Inés Barrionuevo que eleva la apuesta de Atlántida (2014) a pulso de contrastes: si allí se imponía la iniciación adolescente sobre un trasfondo provinciano de lacónico preciosismo, aquí es una mujer recientemente enviudada (Umbra Colombo) quien se repliega en una crisis aguda –de maternidad, sexualidad, carrera, deseo– en un paisaje de hogar en las sierras que deviene mágico. Todo se altera en este tránsito radical, que lejos del mero estancamiento en la depresión o el patetismo se reviste de sensualidad, elegancia y una belleza misteriosamente revitalizante.
Julia (Colombo) es una glamurosa actriz que se aleja temporalmente del teatro por un problema en la rodilla y cuya repentina viudez la obliga a cuidar de su pequeña hija Emma (Victoria Castelo Arzubialde) en contra de su desganada voluntad. En un caserón de pueblo tan majestuoso como decadente deberá hacerse cargo de ruinas físicas y anímicas; desde el auto chocado de su expareja a una irrupción vandálica que deja como saldo un genital masculino soez garabateado en su pared, de la masturbación fallida al llanto frenético, del retorno a los escenarios al que la induce su pretendiente Gaspar (Pablo Limarzi) al coqueteo lésbico en un bar nocturno.
La apertura con una narración breve sobre un zorro que pierde su cola y quiere hacer creer a los suyos que la carencia es adrede anticipa la dimensión más profunda de Julia y el zorro, una serie de encuentros de la protagonista con un zorro que simboliza la fascinación por el otro absoluto, el llamado a la aventura, la animalidad latente, el enigma de la existencia.
Dos elementos del filme de Barrionuevo son magníficos: la actuación de Colombo y la fotografía de Ezequiel Salinas invocan una cualidad irreal inédita en el cine local que hace del contexto autóctono un signo palpitante, una nueva realidad. Los claroscuros entre velas, la vegetación apagada de invierno, la niebla de la mañana son la sustancia atmosférica de la presencia sobredimensionada de Julia, de su mirada contemplativa, cuerpo contorsionado y atuendo vistoso. El personaje apunta a icónos como Gena Rowlands y Marlene Dietrich, aunque más acá en el tiempo se asume pariente de las heroínas melancólicas de Christian Petzold, Todd Haynes o Terence Davies.
El encantamiento de Julia y el zorro se hace intermitente por instancias pedestres que se atan demasiado al libreto, pero es también esa alternancia entre dos mundos que son uno la gracia del filme. Como el animal sigiloso que se deja ver de manera excepcional, así también Julia y el zorro exhibe el destello magnético de un cine que se resiste al documento, desgarrándose entre el drama de lo irrefutable y la maravilla de lo posible.