El melodrama frente al espejo
Sin la distancia irónica ni el humor provocador característico de buena parte de su filmografía, Almodóvar se sumerge en un espléndido melodrama. Las primeras imágenes instalan una atmósfera cargada de maleficios. La cámara acaricia los pliegues de una tela roja que rodea a un objeto misterioso. El autor nos invita a dejarnos llevar por la plenitud de los colores, por la belleza como camino hacia el dolor. La mezcla justa entre el calor pictórico y la frialdad estilística de sus imágenes impregna la historia con una infinidad de tonos. Dos épocas, dos actrices, dos caras de un mismo personaje: la omnipresencia de una mujer doblemente encarnada frente a una ausencia inexplicable.
En el cine de Almodóvar la ficción es movimiento. En el corazón de la historia, la heroína se precipita en un tren donde todo se pone en juego: el encuentro con el amor de su vida, la primera confrontación con la muerte, el deseo y el miedo, el dolor y el placer. En el punto culminante de una secuencia de notable intensidad, Julieta ve a un ciervo a través de las ventanas del tren. La aparición del animal profetiza la agitación por venir. Pero el destino importa menos que la ruta tomada por la protagonista para alcanzarlo.
A través de un espejo con el filtro de la experiencia, una mujer habla con sus fantasmas para apaciguarse. La Julieta de cincuenta años dialoga con la de treinta, los cuerpos interactúan. La protagonista no puede escapar de su vida anterior. La película está construida alrededor del vacío que la rodea. Julieta deberá esperar que las capas de un pasado inextricable emerjan para entender la naturaleza de su implacable destino. En un instante maravilloso, Almodóvar esgrime su esencia, resume a todas sus heroínas en dos cuerpos y condensa todo su cine en dos rostros que se funden en un soberbio planomágico.