Negociar con el pasado y el presente.
El opus 20 del realizador manchego presenta una relativa sencillez narrativa que marca una diferencia. Su base fue una serie de relatos de la canadiense Alice Munro, punto de partida para una historia de pérdidas con tono espistolar.
La tragedia griega se llama el libro que la filóloga clásica Julieta lee en el tren, poco antes de conocer, en el vagón comedor, a quien será su marido. Fatalidad, destino y repetición: si pudiera concebirse una tragedia griega sin catarsis y con final feliz (feliz, aunque pasajero quizás), tal vez el nuevo Almodóvar se parezca a eso. Por más que se base en relatos de una escritora realista, la canadiense Alice Munro, Premio Nobel de Literatura 2013. Relatos que Almodóvar se ocupó de hacer encajar en una sensibilidad mediterránea, introduciendo un componente de culpa que en el original no había. Pero esa culpa no deriva en catarsis sino en angustia y depresión, según Almodóvar porque el original pedía contención emocional e internalización. Pero si al cada vez más sideralmente lejano chico fiestero de la Movida no le importó incorporar en los relatos de Munro una culpa que no había, ¿por qué habría de importarle mantener una implosión que no fuera propia? Desde hace tiempo que las películas de Almodóvar se ponen cada vez más tristes; años ha que aquel Pedrito desde hace rato canoso pasó los 60, su cuerpo le trae dolor y, según parece, su ánimo también. De modo siempre indirecto, frecuentemente laberíntico, en sus películas el realizador de La ley del deseo siempre habló de lo que le pasaba. La malherida Julieta no parece ser la excepción.
Es llamativo que uno de los encuentros recientes que más huella dejaron en Almodóvar haya sido el que tuvo, de modo casual, con la escritora estadounidense Joan Didion, autora de dos libros de duelo: uno en el que relata la muerte súbita del marido y otro, la de su hija. Interpretada en la juventud por Adriana Ugarte y en la madurez por la reaparecida Emma Suárez, la heroína titular de Julieta parece signada por la enfermedad y la muerte. En algún caso, de gente a la que apenas conoce. En otros, de seres queridos. Y sin embargo, lo que más le duele no es una enfermedad ni una muerte sino el distanciamiento de su hija Antía, a partir del momento en que ésta sale de la adolescencia. El comienzo del film toma a Julieta a los 50, cuando había logrado olvidar la definitiva partida de Antía y se halla a punto de iniciar una nueva vida junto a su nueva pareja, el escritor Lorenzo Gentile (un trabado, teatral Darío Grandinetti). El Destino hace su primera aparición bajo los rasgos de la mejor amiga de adolescencia de Antía, a quien Julieta se cruza azarosamente por la calle, y que le trae su recuerdo, como si fuera un puñal. Julieta pone en suspenso su vida presente e inicia una larga carta para su hija, dispuesta a pasar en limpio para ella su vida pasada. Esa carta, que marca el regreso de la novela epistolar al cine, en pleno tiempo de chats y tweets, le da su estructura al relato, que como es frecuente en Almodóvar viaja hacia atrás.
Lo que no es frecuente es la (relativa) sencillez narrativa y sobre todo visual y de puesta en escena del opus 20 del manchego. El relato es fragmentario, pero una vez establecido el plano del racconto tiende a avanzar cronológicamente, salvo dos o tres puntuales vueltas atrás, para finalmente volver al presente del comienzo. No hay exuberancia, disrupción humorística ni de ninguna otra clase (llamativamente, Rossy de Palma, en un papel que en otra época hubiera sido para Chus Lampreave, compone aquí un ama de llaves que más recuerda a la de Rebecca), no hay digresiones narrativas y casi no hay subtramas, como no ser la de las visitas de la protagonista a sus padres. Que en realidad entroncan temáticamente con el nudo central, y hasta funcionan como un espejo invertido o deformante (y anticipatorio), en relación con lo que más tarde sucederá con su hija. Contrariamente, algunas notaciones que parecen exclamar a gritos su carácter significante tal vez sean inconducentes. El caso del ciervo macho que corre junto al tren en la noche, bella imagen que no conecta con ningún otro elemento de la trama por el lado sexual, como tampoco lo hacen cierta escultura príapica que se muestra con reiteración, o la idea del pontos griego: el mar como aventura. Aunque esto último podría verse como indicio anticipatorio, cruelmente irónico.
La idea de Almodóvar de reducir la puesta en escena a la mayor sencillez, como forma de concentrar en las emociones, desdice la esencia del melodrama y de su propio cine previo, que cree/creía en exacerbarlas por medio del manierismo. La sencillez de Julieta hace que la puesta se deslice en el borde de la transparencia –que da vía libre al juego de la verdad, a cargo de Ugalde y Suárez– y la chatura, que suele sobrevenir cuando no son ellas las que están frente a cámara. Podría decirse de Julieta que en ella funciona el núcleo duro, el sentimiento del dolor, encarnado en sus portadoras (y en este punto el libro–cita es uno de Marguerite Duras) y no tanto sus partes blandas –todo aquello que las rodea–, buena parte de lo cual en otros tiempos recibía el apelativo de "Almodovariano".