Julieta

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Elogio de la película enamorada

Depurada, sin altisonancia, con lo necesario como para ratificar la maestría de quien dirige. El nuevo film de Almodóvar reitera obsesiones temáticas y estéticas. Un personaje falsamente escindido, que dialoga consigo mismo. Una gran película para disfrutar.

El cine de Pedro Almodóvar está en un momento sublime, depurado de excesos (esos tan lindos excesos), con la mira en una puesta en escena despojada de adornos, sin distracciones. No se trata de ningún cambio o de alteración radical alguna, sino que su cine continúa un mismo camino de obsesiones, como si se tratase de una misma y sola película, cada vez mejor.

Tampoco será suficiente ni criterioso detenerse en la mayor o menor cantidad de comedia o de drama como parámetros "explicativos" en su filmografía, ya que cualquiera de ellos se liga al otro (botón de muestra es la caracterización admirable, y nada inesperada, de Rossy de Palma en Julieta). Caras ambivalentes, así como en el cine de Woody Allen, que tienen en Almodóvar a la fantasía como relevo inmanente: esa órbita de vuelo -que Los amantes pasajeros expresa de manera literal-, donde la alegría es también melancolía cuando pisa tierra. Consciente o no de este quiebre esencial, el enfermero Benigno (Javier Cámara) culminaba sus días encerrado pero enamorado en Hable con ella. Un ángel de la guarda maldito, un eslabón necesario para que la película sea.

Ahora bien, ¿quién es Julieta?

Julieta (Emma Suárez) está a punto de viajar, de irse de Madrid en compañía de su pareja (Darío Grandinetti). Pero el cruce casual con una antigua amiga de Antía, su hija, le devuelve recuerdos. Hace demasiados años que madre e hija están distanciadas. ¿Qué ha sucedido? La pesadumbre apresa a Julieta, ya no viajará, mientras elige revisar esas palabras que el azar le ha obsequiado: Antía está delgada pero guapa, con tres hijos. Julieta, entonces, vuelve a su viejo departamento. O a uno que se le parece. Y se dedica a escribir esas palabras como líneas primeras. Comienza la historia.

Desde los Lumière, el cine viaja en tren. Con él aparece en Julieta la digresión, el viaje al pasado, pero sobre todo un cruce de tiempos parecidos, apenas separados, como imágenes que el mismo espejo devuelve sobre sí mismo. ¿Cuál será el momento repetido? Julieta se divide en dos edades, entre Emma Suárez y Adriana Ugarte. Dos momentos cuya cronología no puede separarse de lo que sobrevendrá, de lo que ya pasó. Los ecos de la tragedia griega se subrayan: Julieta era/es profesora de literatura, y explica a sus alumnos sobre los diferentes significados del mar, con la aventura como uno de sus horizontes. Partir hacia otro lugar era, vale recordar, el impulso inicial de la película.

En verdad, el viaje sucede, pero a bordo del tren, en donde Julieta se cruza con extraños, y entre ellos con quien será parte fundamental de su vida, padre de su hija. El azar mezclará muerte y nacimiento -la secuencia del tren está cercana, espiritualmente, a La dama desaparece de Hitchcock-, mientras un alce casi onírico surge entre la nieve, cuya carrera misteriosa la ventanilla del tren recorta. Ventanita-rectángulo que tendrá, como la ventana indiscreta hitchcockiana, función metalingüística, al ser remarcada como segunda pantalla.

En esos momentos, los planos elegidos por Almodóvar son de homenaje y amor al cine, así como síntesis perfecta de sus preocupaciones formales: la realidad desdoblada, necesariamente replicada: Julieta y el extraño que la acompaña viajan enfrentados, separados por el rectángulo cinemascope que es la ventana; cuando Julieta y su amante tengan sexo, ella se desdoblará como un fantasma sobre el mismo vidrio del tren, empañado de frío, ella tan cálida. (El extraño, por otra parte, oficia a la manera de ese ángel maldito que era el enfermero Benigno, tal es su sacrificio).

De todas maneras, no habrá que aceptar tan rápidamente lo que se ofrece como lo que parece. O sí, tal el encanto del cine. Mejor aún -y esto es algo que permite solamente un cineasta consumado- es dejarse llevar por la reiteración rítmica de sucesos, colores y emociones. Julieta, película y personaje, invitan de esta manera a recorrer las penurias de una madre desesperada, a asistir a la serie de tragedias que le han marcado. Esos momentos están, son incontestables, pero también habrá otros, casi mágicos. La casualidad se cuela de manera misteriosa, y articula de modo equilibrado y cíclico. La escritura de esa carta con la que Julieta se ofrenda -que no es otra cosa que la película con la que también lo hace su realizador- cumple su función catártica, hermosa. (Otra referencia aparece acá: la de Nana (Anna Karina) cuando escribe sobre sí misma en Vivir su vida, otro acto de sacrificio así como de amor hacia su actriz por parte del director, Jean-Luc Godard).

Por eso, ¿qué es la película Julieta? Quizás no sea otra cosa más que un acto de escritura (literaria o cinematográfica, lo mismo da). Nada más, nada menos. Un acto de soledad creadora. Un momento de ajuste de cuentas poético. Que no reniega de lo sucedido, sino que lo transcribe y transgrede, al tiempo que sabe de la inevitabilidad. Uno de los secretos del film, uno de sus MacGuffin (Hitchcock, otra vez), descansa en una escultura, siempre a punto de ser envuelta o desenvuelta, con el que la película abre sobre un falso cortinado rojo: suerte de ídolo o amuleto, convertido en regalo o maldición, a la vez que portada del libro escrito por Lorenzo (esa réplica misma que de la figura del escritor encarna Grandinetti).

La misma mujer que componen Emma Suárez y Adriana Ugarte (así como Angela Molina y Carole Bouquet en Ese oscuro objeto del deseo, de Buñuel; o Mia Farrow y Gena Rowlands en La otra mujer, de Allen), también lo serán Antía y Beatriz, la mejor amiga. Julieta es una porque es dos: cuando está con su pareja, cuando está con su hija. Cuando deja de estar con ellos, la desesperación. Hasta que dialoga consigo. Acá debe estar el asunto, en ese diálogo interno y disociado, condenado a reiterarse, traducido de manera poética, hasta arribar a un punto donde la distancia entre lo cierto y lo supuesto se desvanece. ¿Hay un despertar? ¿Lo supondrá el golpe del automóvil? ¿La carta con esa respuesta tan esperada?

Tal vez, sólo tal vez.