LA MADUREZ DE UN GRAN ARTISTA
Hay un lugar un poco abstracto que los críticos señalamos como horizonte deseable de un director de cine, y esa estancia es la madurez. No sabemos muy bien qué es ni de qué se trata, pero tal vez tenga que ver con cómo un narrador encuentra los símbolos exactos de su cine sin caer en la tentación de los guiños exacerbados y los gestos para la tribuna. Se podría decir que una vez que el realizador ya vació su valija de novedades y trucos, se asienta en una solidez formal que antes que ocultar su presencia la explicita a través de la sabiduría que imprime el relato. Es verdad que a veces esa madurez puede ser conservadurismo, y que no siempre significa crecer: que un tipo tenga 60 años y haya pasado 30 filmando no quiere decir necesariamente que haya madurado. A lo sumo, está más viejo. En todo caso, y si no podemos encontrar una explicación acorde, por suerte Pedro Almodóvar estrenó Julieta, una película que representa empíricamente aquello de la madurez del artista.
En Julieta están los temas recurrentes del autor, incluso los colores de siempre, pero el nuevo opus de Almodóvar se preocupa menos por hacer evidente el gesto y más por contar, por narrar, por desandar una historia que en otras manos se hubiera enredado mortalmente, y que aquí goza de una claridad meridiana. El centro es una mujer que tiene noticias de su hija después de muchísimos años sin verla: decidida al reencuentro, suspende sus planes y emprende la escritura de una carta con la que quiere clarificarle algunas cosas a su hija Antía, cosas que tal vez llevaron a distanciarse. Lo que veremos de ahí en más serán una serie de flashbacks que narrarán la vida de Julieta, desde que conoce al padre de Antía hasta el presente. Claro está, al otro lado del túnel en el viaje introspectivo que emprende la protagonista no está su hija, si no ella misma (por eso el corte final es perfecto y uno de los mejores finales del director). Almodóvar borda este recorrido con sorpresas y giros, que a la manera del film de misterio que la banda sonora y un tren hitchcockneano insinúan, va haciéndose cada vez más sinuoso y nos va comprometiendo cada vez más como espectadores.
Si en el director el melodrama ha sido siempre la lengua madre, aquí todos los elementos que integran el género están pero atomizados por una puesta en escena que elige muchas veces el off para contar el horror: y qué melodramáticamente bellas son las voces en off de este film. Porque lo que importa antes que nada en la películas es mostrar cómo impactan los hechos en Julieta. Su rostro, desdoblado en Emma Suárez (presente) y Adriana Ugarte (pasado), es el territorio perfecto por el que además la historia del cine de Almodóvar transita para encontrar un espacio de paz y extrema lucidez: si desde Volver pareciera que el director está filmando una única película con variaciones, donde lo que importa es lo autorreferencial y la necesidad de canibalizar su propio cine (como lo explicitó en la notable Los abrazos rotos), Julieta es la más perfecta de estas piezas talladas desde la autoconsciencia. Porque si la sabiduría formal está en cada movimiento de cámara (brillante el puente entre pasado y presente utilizando un toallón y desde la economía de recursos), la misma es casi imperceptible y no está puesta para el lucimiento personal. No es un lugar fácil el que arriba Almodóvar aquí, porque exige la total honestidad y grandeza de querer pasar desapercibido: lo que importa es el cuento. Y el cuento, sobre la ausencia y la culpa, es increíble.
Julieta es una película de aspecto simple, casi sin subtramas y concentrada en la experiencia de su protagonista. Pero logra el milagro de que el espectador llegue al final del recorrido, terso y sin grandes sobresaltos, no sólo conmovido por la experiencia sino sorprendido por la forma progresiva en que el relato lo va involucrando, y eso se debe a las múltiples capas que sabe administrar el director; múltiples capas como las de esa memoria de la protagonista que se desgrana ante nuestros ojos. Como buen demiurgo, Almodóvar duda de otros dioses. Y por eso construye un relato que habla de la culpa sin involucrar directamente el componente cristiano. Sin los excedentes habituales (algunos de ellos, incluso, muy disfrutables) Julieta es claramente -vaya obviedad- una película de Almodóvar, y bajo sus propias reglas es que la protagonista sufre, teme y padece entre las tinieblas que siembra la cruel y angustiante ausencia. Porque Julieta es una película tan bella como dolorosa, una síntesis y una cima.