Jumanji: En la selva suscribe a una fórmula de la época, la del cine que parece diseñado para comentarse a sí mismo sin tomarse demasiado en serio las peripecias de los personajes. Pero cada película puede explotar esa fórmula de diferentes maneras y con distintos niveles de inteligencia. Jake Kasdan opta por una comedia un poco deforme que cruza dos géneros en principio irreconciliables: la película de aventuras con la high school movie. La amalgama de esos universos tan desemejantes corre por cuenta de un juego que atrapa a sus participantes y los sumerge en su mundo. Casi toda la gente recuerda la Jumanji original, así que Kasdan no pierde tiempo transponiendo la historia a la actualidad: en la primera la familia jugaba un juego de mesa, en la nueva resulta más creíble que el cuarteto de adolescentes medio inadadptados se tiente con un videojuego. La transformación del juego de mesa en videojuego consume apenas un corte, y la presentación de los protagonistas es igual de económica: un par de diálogos, algunos gestos y acciones característicos y ya está, el director bosquejó un mapa de relaciones y conflictos en apenas unos minutos. La película abraza los estereotipos con una seguridad infrecuente, convencida de que es más interesante desordenar lugares comunes de los géneros populares que intentar quién sabe qué presunta originalidad. El disparador del relato tiene casi un aire experimental: al ser absorbidos por el juego, los protagonistas cambian de cuerpos y de carácter según el personaje que hayan elegido. La premisa abre enseguida un horizonte interminables de chistes, muchos de ellos políticamente incorrectos, como casi todos los que giran en torno a Bethany, la prototípica rubia tonta y bella que se transforma en Jack Black. Durante la repartición de avatares todos adquieren rasgos diametralmente distintos, y Fridge, el negro del grupo, histérico y fuera de sí, se ve despojado de sus atributos físicos de deportista y recibe como única habilidad especial el cargar una mochila con las pertenencias de los demás. Doble referencia a estereotipos del cine, entonces, los dos igualmente malvados: al mayordomo negro que solía oficiar de comic relief en el cine clásico, de un lado, y al negro espamentoso que grita y habla en un slang bien marcado, del otro. El esquema narrativo es de una simpleza abrumadora: los cuatro deben tratar de sobrevivir dentro de Jumanji mientras superan sus defectos en la vida real. El inseguro deberá ser valiente; la tímida, seducir a un par de hombres como si fuera una femme fatale (la rubia le pasa tips para calentar tipos: se hace humor con la moda de ver “cosificación” en la representación de cualquier cuerpo femenino), etc. Todo es más o menos como en El mago de Oz pero en la jungla y con The Rock, su masa corporal inverosímil y su feliz tendencia a reírse de sí mismo. El relato avanza gracias al dispositivo de los chistes autorreferenciales: muchos versan sobre convenciones de géneros del videojuego, pero la cosa nunca se vuelve un asunto de saberes especializados. El conjunto se resiente pasada la mitad, justo después de la escena en la que la inexperta Ruby tiene que llamar la atención de los soldados. De allí en más todo es apenas una seguidilla de chistes en clave meta y de peleas y obstáculos que no interesan mucho, al menos hasta el final, cuando Kasdan demuestra un pulso dramático insospechado y se atreve a un cierre emotivo. No hace falta contar cómo termina todo, alcanza con decir que un hecho inesperado permite reconstruir una familia quebrada, un poco a la manera en la que el cine de los 80 explotaba la fantasía de la reunión familiar gracias a alguna ocasional magia del cine.