Mismo nombre, otro espíritu
Esta nueva aventura no tiene el encanto ni el ritmo de la película que en 1995 protagonizó Robin Williams.
En la era del reciclaje, es inevitable sentarse frente a secuelas, precuelas, remakes y esa clase de exhumaciones con el recuerdo de la película original en la cabeza: una inevitable comparación de la que seguramente la versión moderna saldrá mal parada. Sólo queda resignarse, entonces, a que la gloria pasada no volverá y rescatar lo que se pueda de la “nueva” aventura, aunque en general aun así el saldo sigue siendo negativo.
Esta Jumanji modelo 2017 no tiene ni una pizca del encanto de la que en 1995 protagonizó Robin Williams. El chiste de aquélla era que los obstáculos selváticos del juego de mesa -fieras, plantas carnívoras, monzones- se materializaban en el lugar donde se estaba jugando: una casona de un pueblo de New Hampshire. En esta suerte de continuación -que empieza en 1996 y sigue en 2016 en el mismo pueblo-,se invierte la premisa: los cuatro protagonistas quedan atrapados dentro del juego (que ahora es un videojuego), tal como le había sucedido en la original al personaje de Williams. Entonces, toda la acción transcurre en la selva, con lo cual esto tiene más olor a Indiana Jones que a Jumanji, de la que sólo quedan algunos guiños para entendidos.
Perdido ese efecto, aquí la gracia es otra: dentro del videojuego, los jugadores se transforman en avatares. Así, esos cuatro adolescentes arquetípicos -que, como en El club de los cinco, se conocen en la sala de castigo- adquieren nuevos cuerpos, opuestos a su personalidad. El nerd ahora es el héroe musculoso (The Rock); la traga antisocial, una suerte de sexy Lara Croft; el deportista, un petiso simpaticón; y la princesa superficial, un gordito amanerado (Jack Black).
Ese contraste entre cuerpo y alma es el sostén humorístico de la película. Y sí, hay algunos gags efectivos. Pero la aventura tiene un villano (Bobby Cannavale) desdibujado, y cae en baches causados por un exceso de diálogos explicativos: nada queda librado a la inteligencia del espectador. Y esa subestimación aburre.