¿Quién no tuvo alguna vez el sueño de dejar todo, agarrar la mochila e irse a dar vueltas por el mundo? Como tantos israelíes cuando terminan los tres años de servicio militar obligatorio, a principios de los ’80 el joven Yossi Ghinsberg esquivó el mandato paterno de estudiar Derecho y se vino a Sudamérica en busca de aventuras. Y las encontró, aunque quizá un tanto más extremas que lo imaginado.
Jungla está basada en las memorias de Ghinsberg, que ya habían sido adaptadas para una serie del Discovery Channel: las historias del estilo ¡Viven!, de supervivencia milagrosa en la Naturaleza, suelen ser irresistibles. Uno de los fascinados por esta epopeya real fue Daniel Radcliffe, que gracias a Harry Potter está en condiciones económicas de elegir sus trabajos por el resto de sus días. Aquí no muestra ningún rastro del niño mago, gracias a los lógicos cambios físicos -ya tiene 28- y los que tuvo que experimentar para el personaje: barba hippie y delgadez extrema.
Desde que dejó la varita mágica, Radcliffe se inclinó, en general, por producciones independientes. Pero el presupuesto acotado, en narraciones ambiciosas como esta, es un obstáculo difícil de sortear: varias de las tomas en escenarios supuestamente naturales no consiguen disimular su artificialidad. Hay una pátina berreta que sobrevuela Jungla desde el principio, cuando un lago cualunque y un fondo de montañas nevadas que parece de cartón pintado simulan ser el Titicaca y sus alrededores.
Así y todo, hay momentos logrados. Está captado el espíritu mochilero, ese deseo de flotar hacia donde sople el viento, ese cóctel juvenil de ingenuidad y omnipotencia que desactiva toda precaución. Y, por más que de entrada la voz en off nos da indicios de que la historia tendrá un final feliz, hay buenas dosis de suspenso e incertidumbre. En sus mejores pasajes, la película consigue hacernos subir la adrenalina mostrando la imprevisibilidad que tienen en común la Naturaleza y el hombre.