Pequeña anécdota personal. Cuando salimos de ver Jurassic World en 2015, hablamos con mi colega y amigo Ezequiel Boetti de lo difícil que es escribir sobre estos filmes. Técnicamente impecables, con una depuración de guión notable, gigantescas ventanas a otro mundo más grande que la vida gracias a una artesanía perfecta. Como diría otro colega (Quintín), “films de ingenieros”. Pues bien: Dominio lleva al extremo esa tendencia. Apela a la nostalgia juntando a los protagonistas de las películas de Spielberg (y Joe Johnston, no olvidar la bellísima Jurassic Park 3) con los de la nueva serie, desparrama dinosaurios por todo el planeta, incorpora una trama política-comercial-global que es la nueva panacea de la villanía cinematográfica, genera grandes “action pieces” que quitan el aliento y nos mantienen entretenidos las dos horas veintiséis minutos del metraje. A la salida, nuestra pregunta es si queremos pizza o hamburguesas y, si decidimos lo primero, si vamos a querer fainá o no. ¿Es esto algo malo, que el cine se haya vuelto un arte instantáneo, un “ride” cuyo impacto consiste en volver a entrar a la sala en lugar de la memoria que forja? No, no necesariamente. Es una de sus mutaciones, encarnada en un film cuyos protagonistas son mutantes y cuya historia es una enorme mutación de contenido original. Dicho esto, para mí fugazzetta.