Franquicia caída
Jurassic World: El reino caído (Jurassic World: Fallen Kingdom, 2018) es mejor que su antecesora y simultáneamente la peor entrega de la serie. ¿Cómo logra esta hazaña? Es más entretenida que Jurassic World (Jurassic World, 2015) por virtud de la variedad de la acción y efectos menos bochornosos, pero nada distrae de un guión tan estúpido e ilógico.
La premisa reúne a los tórtolos despechados de la película anterior, interpretados por Chris Pratt y Bryce Dallas Howard sin indicio alguno de personalidad, en una expedición de rescate a la Isla Nublar. La expedición es financiada por un antiguo socio de John Hammond, inventado para el beneficio de esta película; la misión es rescatar a los dinosaurios que están a punto de perecer en la erupción de un volcán, también inventado para la película.
Que Claire (Howard) decida regresar a la isla para rescatar a los experimentos genéticos que la echaron en primer lugar es inverosímil; que Owen (Pratt) regrese para salvar a su velociraptor amaestrado es casi tan ridículo como la existencia de un velociraptor amaestrado. Cuán emotiva es la resonancia de la trama depende menos de nuestra afinidad por los personajes humanos y más de la lástima hacia los pobres dinosaurios, a punto de extinguirse otra vez. ¿No los podrían clonar de nuevo? Nadie contesta la pregunta porque nadie la hace.
Siguiendo a pie de la letra la estructura de El mundo perdido: Jurassic Park (The Lost World: Jurassic Park, 1997), los protagonistas se unen a un ejército de mercenarios a cargo de capturar dinosaurios y transportarlos a la civilización, con resultados predeciblemente catastróficos para la civilización. Pero luego de una traición tan confusa como innecesaria el resto de la cinta transcurre en una mansión gótica directamente salida de otra película, extraña decisión que parecería motivada por la dirección del español Juan Antonio Bayona, cuya ópera prima fue El orfanato (2007).
Aquí la película cambia velocidades, pierde cualquier tipo de credibilidad y se rebaja a la altura de la primera Resident Evil (2002), incluyendo el bosque remoto, la mansión gótica, el laboratorio subterráneo, la nenita británica que guía a los héroes y una corporación liderada por fatuos corporativos que quiere lucrar transformando monstruos en armas, ya sean zombis o en este caso dinosaurios. Detalles que podrían ser clasificados de spoiler si 1) no constituyeran la mayor parte de la cinta y 2) no fuera todo tan estúpido que hay que verlo para creerlo.
Y sin embargo la peor parte de la película llega de la mano de la nenita en cuestión, Maisie (Isabella Sermon), protagonista de una subtrama en la que intrépidamente explora la mansión de su abuelo y va descubriendo viejos secretos sobre la historia de su familia. La película insiste en manufacturar intriga sobre los padres de la nena pero nunca brinda un buen motivo para hacerlo y el misterio finalmente resulta totalmente irrelevante e inconexo al resto de la trama.
En un desesperado intento por justificar el entretenimiento de la película podemos señalar la presencia de tres villanos (Ted Levine y Toby Jones en particular) que resultan mucho más contundentes y son más fáciles de odiar que el despistado Vincent D'Onofrio de la película anterior; una efímera y conciliadora aparición de Jeff Goldblum como el Dr. Ian Malcolm (de nuevo la única persona sensata en estas películas) y algunas secuencias llamativas por la inesperada aparición de humor negro. Pero la lógica de los personajes escena a escena es tan defectuosa que rompe con la inmersión, los dinosaurios son explotados tan indiscriminadamente que dejan de asombrar o fascinar, y la acción es tan implausible que se pierde la conexión con el miedo primal que alimentaba las partes más aterradoras de las primeras dos películas.
Hay quienes disfrutarán de la renovada identidad de la franquicia como un producto de serie B, exagerado y chistoso. Mejor eso a compararla a las primeras dos películas de la serie, que poseían una sobriedad y majestuosidad y oscuridad que hoy en día son un sueño roto.