Dinosaurio, del Griego Deinos “terrible” y Sauros “lagarto”: “Lagartos terribles”.
Los viejos monstruos
Cuando en 1993 fuimos testigos y cómplices de aquel paleontólogo apasionado llamado Alan Grant bajo el mejor y más famoso fuera de campo de la historia del cine, seguido de una subjetiva hacia una planicie llena de dinosaurios donde había creencia y fe, vimos cómo ese mismo artefacto (el cine) se transformaba en un dispositivo para poder resucitar una realidad física del pasado y traerla a la vida nuevamente. Tal resurrección (qué mejor palabra para definir la significación de esta película), además, cumplía una función simbólica para con el cine: ese Saurópodo de nueve metros de alto representaba, para el espectador, aquel tren que se acercaba a la pantalla y parecía atropellar al público en La llegada de un tren a la Estación de La Ciotat (1896, Louis Lumiére). Tanto el enorme brachiosaurio como el ferrocarril sintetizaron el poder de creencia en la imagen, en el cine como verdad; una religión sacra basada en veinticuatro cuadros por segundo. La palabra resurrección rima con revolución.
Jurassic Park, como los dinosaurios mismos, comparte la esencia del descubrimiento, lo novicio y, de manera involuntaria, la fascinación. Ese fruto es perpetrado por el hallazgo mismo y contemplado por el hombre que volvió mítico a estos seres debido a que jamás había(habíamos) visto un dinosaurio vivo. En realidad nunca lo hicimos, pero preferimos rendirnos ante el engaño, la ilusión (algo que en el film siempre se evoca). Por ello ese lejano 1993 fue testigo de aquel hallazgo: la primera vez que veíamos uno de estos bichos moverse, rugir y respirar. Solo el cine pudo hacerlo.
Cuando Ian Malcolm (Jeff Goldblum) dice: “Lo logró, el loco hijo de p…. lo logró” en referencia al magnate John Hammond (Richard Attenborough), lo que en realidad hace es dirigirse al mismísimo Steven Spielberg.
Pasaron los años, las décadas y vinieron varias secuelas: algunas regulares, otras buenas y otras excelentes.
Los nuevos monstruos
Su cuarta parte, Jurassic World (2015) resucitó la esencia del espectáculo en la saga y con ello algo del discurso sobre el cine. Habla sobre una nueva era para estos monstruos: híbridos que la ciencia creó gracias a las demandas del público. En Jurassic Park quedaba explicitado el discurso sobre la manipulación genética, pero es aquí donde adquiere un mayor significado. Indominus rex, el nuevo monstruo, condensaba la mítica absoluta de toda la saga. Por eso, en Jurassic World el Tiranosaurio Rex deja de ser un villano y se convierte en un Deus ex machina: Cuando Bryce Dallas Howard acude en su ayuda encendiendo una bengala transformada en atrezzo icónico, lo que hace es apelar al viejo y clásico monstruo. Jurassic World nos dice que no nos olvidemos de dónde venimos, que no olvidemos el pasado.
El T. Rex es un bicho clásico que pertenece ya a la cultura popular y viene a poner orden en un mundo cada vez más ficticio, superficial y capitalista, aun cuando es un invento de este mismo sistema que lucró, lucra y seguirá lucrando con su existencia. Las diferencias (y distancias) se entablan cuando esa cultura popular antes mencionada adopta su forma, la cual no necesita ser empaquetada, promocionada y vendida. Nos pertenece como una especie de patrimonio. El Tiranosaurio Rex ya no necesita presentación.
En Jurassic World: El reino caído (2018), quinta parte de la saga Jurásica, el discurso sobre la explotación de estos seres y el peligro de jugar a ser Dios está más que explícito.
No porque no crea en la astucia del espectador y lo vuelva una cosa literal, más bien porque deja en claro la visión de un mundo actual de una manera feroz y sin dejar cabos sueltos.
Si la anterior Jurassic World dialogaba constantemente con el espectador acerca de sus demandas en esta la puja por lucrar a cualquier precio sin medir riesgos y consecuencias es llevada al límite.
Tres años pasaron del (nuevo) desastre en el parque. Ahora los dinosaurios están expuestos a una amenaza que nuevamente los acerca a su dramática extinción: un volcán activo transformado en bomba de tiempo. Para detener el trágico destino de los dinos, un magnate (asociado muchos años atrás a John Hammond) contrata a Claire Dearing (Bryce Dallas Howard), ahora dedicada a la protección de las criaturas prehistóricas. También contacta nuevamente a Owen Grady (Chris Pratt), ya retirado y levantando con sus propias manos un hogar en medio de la nada.
Ambos acceden a la misión junto a otros especialistas y a un grupo entrenado para traer la mayor cantidad de especies y asegurar su supervivencia. Ya en la isla, en medio del desastre apocalíptico y corridas varias, se avivan: el propósito de la misión es otro. Transportados en una especie de Arca de Noé prehistórica, los dinosaurios serán llevados a una instalación secreta donde se experimentará con ellos y se los venderán al mejor postor con fines insospechados. Aquí también hay un híbrido, el Indoraptor, monstruo peligroso e inteligente que dobla la apuesta del Indominus rex: luce más letal y modificado en aras de su razón de ser. Esa clara mirada sobre el mito frankensteiniano se agranda cada vez más como la metáfora de la bola de nieve.
Si Jurassic World era una revisión de la primera Jurassic Park, esta lo es de su secuela El mundo perdido: Jurassic Park (1997), quizá la más floja de la saga.
Jurassic World: El reino caído es un film un tanto fallido. No porque sea malo, más bien porque en él hay muy buenas ideas que se podrían haber aprovechado mejor. Lo extraño es el nivel de delirio que predomina, evidenciando que aquellas viejas ideas asumidas por las primeras partes de la saga quedaron relegadas en pos de la ciencia ficción más irresponsable. Emerge una inventiva de la clase B sobre monstruos -hay escenas que parecen salidas de un film de terror- que aleja espectáculo de la predecesora. Es una secuela más chica, reducida no solo por sus espacios (una mansión en medio de un bosque infinito) sino también por sus formas cinematográficas. Hay un par de vueltas de tuerca muy ligadas a los thrillers de suspenso, introduciendo una visión simplificada de un universo menos ambicioso que el blockbuster de aventuras. Coquetea un poco con la screwball comedy, como sucedía en la cuarta parte, salpicando la pantalla con la química de sus protagonistas. Por momentos parece ser solo un pequeño eslabón, un aperitivo para una potencial secuela, un preludio que entretiene, divierte y mete un par de emociones de vez en cuando. Es inofensiva, por más que su discurso sobre la apropiación y explotación de las bestias sea bastante radical.
La escena donde se deja atrás al brachiosaurio, figura icónica de la primera Jurassic Park y eje vertical definitivo sobre la creación del cine, marca la pauta final de la vieja saga,su muerte. Esa escena, quizás una de las más crueles de los últimos tiempos y filmada con precisión, dice más de lo que parece a simple vista. Su visión paga el precio de la entrada.
En apariencia autoconsciente con sus formas y no solo la fisiológica, referida a los animales prehistóricos, la película formula una desinteresada maqueta en base a momentos bien definidos que la salvan de la debacle (hablando de maqueta, hay una secuencia tenebrosa y oscura que transcurre en una galería repleta de maquetas de dinosaurios, jugando constantemente con esa construcción que es el cine).
Algo de todo el asunto nos recuerda a Aliens (1986) de James Cameron, donde un grupo de marines interrumpía una base casi deshabitada para aniquilar a los xenomorphos del título, dando paso al engaño de la empresa que contrataba a la teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver).
Jurassic World: El reino caído manifiesta sus intenciones desde el título. Habla de un reinado propio del cine como lo es el universo Jurassic Park. Dominio ya prehistórico, extinto, invadido por imágenes que pueden profanar su esencia y que dan pie a otra cosa. Los dinosaurios están entre nosotros.