Se estrenó la quinta entrega de la saga creada por Michael Crichton. Dirigida esta vez por J. A. Bayona, la continuación del film del 2015 no presenta grandes novedades estructurales, pero sí resulta un atractivo entretenimiento que se regodea aún más en su carácter fantástico y menos en su raíz científica.
Hay que decir la verdad. Poco le importa al espectador si lo que intenta contar la saga de Jurassic Park es que la humanidad está en peligro por culpa de sus propias creaciones. Los efectos digitales tampoco sorprenden. Por lo tanto, lo único importante es cuántos humanos van a sucumbir ante las mandíbulas de los grandes depredadores prehistóricos.
Cuando Steven Spielberg le devolvió la vida a los dinosaurios de una forma bastante racional y con la base científica de las investigaciones y creatividad de Michael Crichton, todo era asombro. Pero la película de 1993 también tenía suspenso. Un suspenso hitchcockiano que el realizador ya había plasmado con notable éxito 28 años antes con Tiburón.
Al igual como sucedió con la película de culto de 1975, las secuelas de Jurassic Park estuvieron lejos de superar las expectativas de la primera parte. Básicamente porque ya no había nada de qué asombrarse, por lo que el propio Spielberg recurrió no tanto a Crichton sino a Conan Doyle y King Kong para la subvalorada secuela, El mundo perdido de 1997. Con un Tyranosaurio suelto en la ciudad, Spielberg hizo gala de su sentido de humor negro, nunca demasiado apreciado por fans y críticos.
Salteemos la tercera y olvidable secuela y retomemos con el reboot de Colin Trevorrow que llevó al extremo la idea de Crichton, con dinosaurios mezclados genéticamente para impactar aún más al público y utilizarlos como posibles máquinas de guerra. La idea era buena: el parque abierto, pero la ciencia fuera de control nuevamente. Trevorrow tomaba la estructura original de la película de 1993 y la amplificaba con resultados divertidos pero poco ingenio.
La película del español Bayona arranca donde terminó Jurassic World y la combina con aspectos góticos de su filmografía y algunas ideas sueltas de El mundo perdido. Nuevamente los protagonistas, Owen y Claire (Pratt y Howard en piloto automático) deben volver para rescatar a los dinosaurios que quedaron en Isla Sorna, que está a punto de explotar por culpa de una erupción volcánica. La naturaleza quiere terminar con los dinosaurios. Los “héroes” en vez de seguir los consejos de Ian Malcom (cameo esencial de Jeff Goldblum para conectar trilogías) deciden llevarlos a tierra firme, donde el apoderado de un millonario quiere venderlos a la gente más poderosa del mundo.
La primera hora de la película tiene esa adrenalina que caracteriza generalmente a la segunda hora de las previas entregas. Dinosaurios y humanos corriendo frenéticamente, superando cualquier lógica verosímil y leyes de la gravedad. Algo similar a lo que Bayona ya había hecho en Lo imposible. La segunda hora tiene decisiones narrativas que bordean la extrema ridiculez. Toma protagonismo una niña que termina siendo el único elemento que genera cierta empatía con el espectador. Pero a la vez, toda esta persecución, dentro de una mansión británica prácticamente aislada de la civilización, conecta a Jurassic Park con la obra previa de Bayona. Con climas similares a El orfanato y Un monstruo viene a verme, el director español nuevamente demuestra su destreza para mezclar efectos visuales con humanos en situaciones atemorizantes, e incluso se da el lujo de “robarle” un par de planos a la película original de Spielberg,
Cuando las ideas narrativas empiezan a repetirse, Bayona apela a la construcción cinematográfica, a la utilización del fuera de campo a través de sombras o subjetivas y al humor. El artificio queda en evidencia y poco le importa a esta altura. En ese sentido, y cada vez más alejado de la solemnidad, Bayona consigue un producto digno.
Debido a la poca construcción humana que tienen los personajes adultos del guion (los buenos son muy buenos, los malos muy malos) se extrañan ciertas decisiones formales que Spielberg le daba a sus obras originales. A Spielberg le encanta matar personajes “buenos” e incluso no tiene problemas en despedazarlos, entiende que el espectador va a sufrir más si pierde la vida alguien con quien se pudo haber encariñado que algún villano que la audiencia no va a extrañar. Eso lo aprendió de Hitchcock, lógicamente.
Ni Trevorrow ni Bayona siguen sus pasos y, por lo tanto, al no haber empatía alguna ni respetar ninguna ley de verosímil, es mucha mayor la simpatía que uno siente por los dinosaurios (que incluso adquieren un absurdo comportamiento humano) que por los personajes en supuesto peligro. Igual, el final es hermoso y apocalíptico y, a esta altura, uno se ha olvidado que un muy buen elenco (Toby Jones, Rafe Spall, James Cromwell, Geraldine Chaplin y Ted Demme) fue desaprovechado a lo largo de dos innecesarias horas de cine.