En el mundo spielbergiano suele haber conflictos entre padres e hijos, separaciones (físicas y emocionales), reencuentros, despedidas, viajes que son pretextos para la introspección, procesos de iniciación, crecimiento, maduración, todo, en general, visto desde la óptica de los niños que pasan de ser niños a ser adultos, con todo lo (bueno y lo malo) que eso conlleva.
Hay quienes han sabido tomar estos temas del cine del Spielberg y hacerlos propios, como J.J. Abrams en la gran Super 8. Otros intentan emular ese espíritu, pero no logran ni el más mínimo grado de empatía. Es el caso de Jurassic World, nueva entrega de los dinosaurios dirigida por el ignoto Colin Trevorrow.
El tándem protagónico está conformado por los hermanitos Zach (Nick Robinson) y Gray (Ty Simpkins), adolescente y niñato, por un lado, y los adultos Owen (Chris Pratt) y Claire (Bryce Dallas Howard), por el otro, amantes de una one-night stand que ahora se ven obligados a compartir tiempo juntos, muy a su pesar (aunque todos sabemos que ella se sigue cachondeada con él y él, como buen narcisista, solo busca corresponder al cachondeo).
La cuestión es que los niñatos son los sobrinos de Claire, tía re dable pero muy seriota, demasiado comprometida con su trabajo, y con un palo bien clavado en el orto. Ella los ve cada 7 años y no se acuerda sus nombres ni sus edades.
En Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (1977), un hombre que lleva una vida monótona con su mujer y su familia se transforma y se obsesiona a partir de un encuentro con un OVNI; en E.T. (1982), hay una madre y unos hijos que no elaboran bien la separación del padre; en Jurassic Park (1993), el personaje de Sam Neill empieza a pensarse como padre y se introduce la idea de familia a partir de su relación con los nenes; en Inteligencia Artificial (2001), vemos la lucha de un niña-androide por encajar y ser amado por una familia que perdió un hijo y no puede superarlo; en La Guerra de los Mundos (2005), las máquinas son un pretexto para que un padre separado se reencuentre con sus hijos y reconstruya su relación con ellos. En la mayoría de las películas de Spielberg, el foco está puesto en la niñez perdida, el problema de los padres que no pueden criar a sus hijos y de los hijos que no pueden lidiar con ciertas problemáticas adultas, y siempre la subtrama de ciencia ficción es el Macguffin que hace avanzar la historia hacia la resolución de la trama familiar.
Jurassic World intenta reproducir esta estructura pero se queda a mitad de camino. Los conflictos familiares aparecen pero jamás se profundizan, y el maniqueísmo de los personajes no ayuda a que sintamos interés o empatía por las historias.
Karen (Judy Greer), hermana de Claire y madre de los niñatos, le insiste a Claire para que pase tiempo con ellos, los cuide y los quiera, y se ahoga en un mar de llanto cada vez que ratifica que Claire siempre tiene cosas más importantes que hacer. En una de las primeras escenas, cuando Karen y Scott (-Andy Buckley- padre de los niños) dejan a los chicos en el aeropuerto, él dice: “ese fue nuestro último desayuno juntos”. Lo que suena a cierta aseveración profética (onda, el dinosaurio va a hacer cagar fuego a nuestros hijos) termina convirtiéndose en conclusión derivada de un divorcio en curso, dato que conocemos por Gray, quien le comunica la buena nueva a su hermano con sentidas lágrimas en los ojos. De ahí en adelante, el tema del divorcio no vuelve a tocarse, y lo que nos muestra Trevorrow es a dos hermanos no del todo unidos que intentan convertirse en mejores amigos, identificados a partir de las tragedias (dinosaurios, padres divorciados; oh, gran metáfora, la separación es un monstruo grande y pisa fuerte).
Es que, en realidad, no nos importa lo que le pase a los hermanos, ya que ninguno de los dos despierta en nosotros la más mínima empatía. Las lágrimas de Gray se sienten fingidas, como también lo son los momentos de tímida calentura de Zach con las adolescentes hormonales que visitan el parque. No hay química entre ellos, ni como hermanos que no se llevan del todo bien, ni como compinches, compañeros de aventuras. Tal vez eso tenga que ver con que el personaje de Gray es demasiado mojigato y el de Zach, demasiado bobalicón. Lo cierto es que, en algún momento, nos empieza a chupar un huevo si los dinosaurios se los morfan. Y tampoco nos importa el duelo que están atravesando, sencillamente porque el tema queda completamente relegado, excepto en momentos donde se introduce con fórceps. De ahí que la cita a Spielberg y los asuntos familiares resulte inútil. No hay lección que aprender, proceso que atravesar o crecimiento alguno, ni por parte de los niños solos ni de la mano de los adultos que están a su cargo.
En la mayoría de las películas de Steven Spielberg, el foco está puesto en la niñez perdida.
Y los adultos tampoco generan empatía. Si bien Owen es carismático, está fuerte, es el encantador de dinosaurios (los otrora letales velociraptors ahora lo reconocen a él como macho alfa), vive en una choza en el medio del bosque, anda en moto, es canchero y relajado, ni la suma de todas esas cualidades alcanza para generar empatía o interés por su relación con la tía Claire (que es su opuesto absoluto). Ella, por su parte, experimenta un proceso de cambio (pasa de ser una cheta con tacos y ropa blanca a ser una cheta con tacos y un poco de barro en las tetas), producto de pasar tiempo con el copado de Owen y con sus sobrinos, a quienes terminado queriendo y abrazando como si fueran sus hijos.
Ni hablar del resto de los personajes secundarios, como Hoskins (Vincent D’Onofrio), un villano malísimo que termina teniendo una muerte acorde con su maldad; Simon (Irrfan Khan, el insoportable indio grande de Life of Pi), ahora capo del parque temático, más preocupado por pilotear su helicóptero que por salvar el parque; o los dos personajes que vendrían a aportar el comic relief, Lowery (Jake Johnson) y Vivian (Lauren Lapkus), que no solo no inyectan comicidad sino que aburren y son imbéciles. Un cast maniqueo y anempático (en este sentido, todo lo contrario a las entregas anteriores).
Pero al final, como es esperable, todos se reúnen, se abrazan y se quedan juntos, sin procesos, sin aprendizaje, sin transformaciones. Si Spielberg podía hacernos vivir en carne propia la separación de los padres de la mano de un niño (con todos los miedos, la inseguridad, la negación, la búsqueda de una presencia externa nueva para aferrarse a la vida, el cambio, el sufrimiento, el crecimiento y la eventual aceptación de la situación), Trevorrow nos suelta la mano, como también se la suelta a sus personajes, que parecen estereotipos berretas puestos como marionetas en una historia sobre dinosaurios que se pelean para ver quién la tiene más larga, sin dudas, lo único interesante de la película.