En “Jurassic Park” (1993) Steven Spielberg jugaba su gran última carta como niño caprichoso que es (en un buen sentido) cuando una idea se le mete en la cabeza. No sólo era una gran aventura con todos, pero todos, los condimentos sumados a los guiños a su propia filmografía: despliegue visual, tensión y suspenso. Era, y es, la película de dinosaurios por excelencia, y además dueña de un gran mensaje científico-ecológico entre líneas. “Ustedes sólo se preguntaron si podían hacerlo, en lugar de si debían”, decía el personaje de Jeff Goldblum refiriéndose al peligro que conllevaba volver a la vida a seres que fueron seleccionados por la naturaleza para su extinción hace 65 millones de años. Un dardo dirigido a ese Dr. Frankenstein moderno interpretado por el creador del parque temático (Richard Attemborough).
Respecto del cine espectáculo hubo un giro de 180 grados. “Jurassic Park” marca una bisagra en la historia del cine.
En la secuela, el propio Steven pegaría otro golpe de timón y tiraría (casi) todo por la borda para realizar un soberbio homenaje al cine clase “B” de Roger Corman, pero con millones en el presupuesto. Todo planteo filosófico quedaba de lado para centrarse en comparar poderes y tiempos de la naturaleza. Mandó al tiranosaurio a la ciudad para reventar todo y… ¡chau pinela! ¿Qué le quedaba a una tercera parte con otro director? Más (menos) de lo mismo. Decimos menos porque nadie se preocupó demasiado por reforzar el verosímil desde el primer fotograma en adelante. ¿Y la cuarta? ¡Cuatro! Veamos.
Luego de 22 años, otra entrega podía suponer más de lo mismo, es decir mucho efecto especial, muchos espejitos de colores, y poca inventiva. Por suerte, no. El casi debutante tras las cámaras Colin Trevorrow da otro timonazo cuya consecuencia es la vuelta al punto de partida en el sentido más esperanzador. En “Jurassic World” hay hasta lugar para que, por unos minutos, veamos un cálido saludo a Steven Spielberg en una escena en la que, no sólo la original y la cuarta se dan un “abrazo” simbólico, también hay homenaje velado a Indiana Jones.
La estructura es muy similar a la de antaño, pero con algunas diferencias no menores. La primera, y más importante (desde la propuesta narrativa), es que finalmente el parque ya está en pleno funcionamiento con más de 20.000 visitas, que incluyen una pajarera para los pterodáctilos y un acuario para un gigante acuático que se alimenta de… tiburones (otro guiño). Nuevamente el dardo disparador de un conflicto teñido por la codicia es la manipulación genética que terminará por incluir un nuevo “personaje” en el tablero de juego. La otra (presente siempre en las previas) es la advertencia ecológica.
Pero lo que más se agradece de esta producción (a partir de una aceptable solidez del guión) es el afán por jugar. El vértigo que generan las persecuciones, el juego de los camarógrafos que buscan y arriesgan, los detalles en la velocidad de las acciones, y hasta un notable manejo de los momentos de transición. Por suerte, aunque lejos de la del comienzo de la saga, el elenco cumple con solvencia. Desde la CEO interpretada por Bryce Dallas Howard, que tiene varios matices, a la empatía que genera Chris Pratt con un personaje que se banca tener que traer cierto balance entre la naturaleza y las finanzas. Es posible que la subtrama (los intereses del ejército en los animales) resulte algo descolocada, sobre todo desde el verosímil, pero al menos se resuelve con los códigos “Spielberguianos” del género.
Esta cuarta parte merecería ser el cierre definitivo. Con lo que había antes mucho más no se puede hacer, y lo que (supuestamente) sigue es un futuro repetitivo. “Jurassic World” es arte y entretenimiento bien conjugado, bien realizado, para salir del cine recordando varios pasajes de puro sobresalto.
Los dinosaurios se extinguieron hace millones de años y han causado admiración y temor al ser descubiertos. Algo parecido sucedió durante más de veinte años con esta saga que los revivió. Es hora de mover a nuevas ideas y dejar que se convierta en leyenda.