Una bicicleta es robada. Un automóvil no arranca. Un soldado llama a su esposa desde Afganistán. Un supremacista blanco viaja en tren. Un matemático cede su asiento a una mujer. Se produce un desastre ferroviario. Esta acumulación aleatoria de acontecimientos, que recuerda una de las heteróclitas enumeraciones borgeanas, puede también ser una cadena causal que lleva a un asesinato.
Al menos esa es la conclusión que saca Otto (Nikolaj Lie Kaas), el matemático que cedió su asiento a la mujer, una de las víctimas de la masacre ferroviaria. Junto a sus estrafalarios asociados, el nervioso hacker Lennart (Lars Brygmann) y el muy irritable técnico informático Emmenthaler (Nicolas Bro) Otto concluye, tras un sesudo análisis estadístico, que la tragedia en realidad fue un atentado planeado para terminar con la vida del supremacista blanco, quien estaba por declarar en un juicio contra su banda. La muerte de la mujer fue un daño colateral.
El trío de nerds intenta llevar su teoría apoyada en complicadas fórmulas probabilísticas a las autoridades pero, previsiblemente, resulta ignorado. Acto seguido, deciden contactar al viudo de la mujer, Markus (Mads Mikkelsen), el soldado que regresó de Afganistán, para que al menos conozca las verdaderas razones del deceso de su esposa. Markus, un hombre de acción que no sabe cómo vincularse con su hija en sus nuevas circunstancias, resulta mucho más receptivo que la policía y se convence de las explicaciones de sus singulares visitantes y también, inesperadamente para ellos, de hacer algo al respecto. Lo que sigue es una venganza digna del Antiguo Testamento, más o menos como las de los recientes thrillers de Liam Neeson (si los thrillers de Neeson fueran también comedias negras y reflexiones filosóficas sobre el sinsentido de la existencia).
Tras la masacre del ferrocarril, los personajes centrales empiezan a buscar un propósito en la tragedia. Mathilde (Andrea Gadeberg), la hija de Markus, escribe en la pared de su habitación todos los acontecimientos que llevaron a la muerte de su madre. Sus anotaciones, al principio, tienen la forma de una cruz pero pronto se vuelven un laberinto indescifrable. A diferencia de sus modelos cinematográficos norteamericanos, donde vengadores profesionales tienen total certeza de las razones de los sucesos que los golpean, así como de la equidad de su brutal respuesta, aquí los personajes persiguen esa misma certeza, pero la película se las niega, sugiriendo que el azar es lo único que comanda la realidad.
El título (el original es “Jinetes de la justicia”) es enteramente irónico: si bien los personajes terminan ejerciendo una cierta forma de justicia por mano propia, en modo alguno es la que planeaban. Además de éste, Justicieros toca temas como la discapacidad física, la muerte de un hijo, la esclavitud sexual, el abuso y el trauma psicológico severo pero se las arregla para hacerlo con humor y a la vez con una gran compasión por sus personajes. Es un ejemplo mayúsculo de cómo tomar los tropos del cine de género que nos resultan tan gratificantes y cargarlos de un sentido nuevo que nos lleva, también, a reflexionar sobre nuestra respuesta mecánica a ellos.