Dudo que haya antecedentes tan patéticos como este intento de revitalizar la carrera de un pibe que ya estaba destinado en el momento en cual un productor vio lo que sus padres habían subido al youtube, y posaron la parafernalia de la industria discográfica sobre las espaldas de un chico llamado Justin Bieber.
Luego de mantenerlo viviendo en la burbuja multicolor del mundo pop con un mega-exitoso disco, decenas de recitales, y hasta una primera película (el bofe de “Never say never”, de 2012), Justin creció y le pasa lo que nos pasa a todos. Quiere chicas, salidas, una birra con la barra... En vez de dosificar un poco los impulsos lo que hicieron sus productores “amigos” fue “contenerlo” durante todo este tiempo. Se sabe que si el gas se sostiene mucho tiempo, cuando sale revienta todo.
En lo particular (el público local) justo a nosotros nos tocó el recital en el cual el artistejo barrió con la bandera Argentina en el escenario como si fuera basura, para luego irse antes de tiempo por vaya a saber qué cosa que se le metió por la boca. A nivel global llegaron las noticias pergeñadas por cuanto boludos hay en el mundo que le saca una foto. Las drogas, los arrestos por correr picadas con un auto de lujo, en fin. Todos los caprichos, berrinches y travesuras que no hizo por estar trabajando de estrella los hace ahora. Los medios no comen vidrio a la hora mirar el rating, de modo que las noticias del ángel devenido en demonio vende tanto como las del chico convertido en ídolo.
Ciertamente el tiempo es irónico porque cuando el director Jon M. Chu, responsable de la horrible “G.I. Joe: La venganza” (2013), abordó la realización de “Justin Bieber: Believe” luego de ser (según se ve) casi acosado para que lo haga. Jamás imaginó que durante la post-producción la estrellita se iba a despachar con tres o cuatro escándalos.
Tal vez no importe porque la cantidad de golpes bajos con respecto a “Never say never”, el documental anterior, ha crecido lo suficiente como para beatificar al nene.
Luego del montaje de rigor, intercalando partes del show con entrevistas a los allegados (productores, amigos, músicos) o inserts con los fans (chicas de 9 a 15 años), viene alguna defensa contra algún ataque de la prensa. La intención sigue siendo la de endiosar y redimir a la gallina de los huevos de oro. Los testimonios y la música le dan a “Justin Bieber: Believe” la impronta de golpe bajo amparados en una compaginación breve y efectista. Por supuesto hay lugar para la música (acaso los pasajes más interesantes) consistente en los éxitos que todos conocen.
Sabrá el lector disculpar pero a los 70 minutos de proyección éste espectador se levantó de la butaca y salió para nunca más volver. Fue cuando, en el colmo del servilismo a la maquinaria puesta en marcha para continuar la carrera del nene, aparece una niña con una rara enfermedad a la cual Justin “adopta” y quiere. Lo vemos feliz con ella, teniendo gestos envidiables como subirla al escenario en pleno show para charlar (él en cuclillas, ella en una silla). Luego viene la noticia de su muerte. Lo vemos triste sin ella, dedicándole un tema en vivo mirando la pantalla con sus imágenes y de espaldas a un público emocionado. ¿Quiere llorar? Otra que “El campeón” (1979) de Franco Zefirelli. No soporté más. Me fui, insultado en mi inteligencia y encima escuchando música que no me gusta.
Disculpe. Sé que no es profesional. En mi vida me levanté y abandoné la sala, pero dicen que siempre hay una primera vez. Tal vez en los últimos veinte minutos todo cambia y el documental pasa de folleto a una obra de Herzog. No lo sé. Por eso mi opinión es hasta donde yo la ví…