Hubo un tiempo en el que la llegada de una película de Francis Ford Coppola a la cartelera porteña era saludada como un verdadero acontecimiento. No se sabe a ciencia cierta si esto fue hace mucho o solo lo parece. La verdad es que el nombre del robusto director norteamericano se fue apagando misteriosamente hasta prácticamente desaparecer de la consideración de los espectadores y de la crítica. Su penúltima película hasta la fecha (recordemos que el hombre tuvo recientemente un inopinado cuarto de hora en boca de los porteños con motivo de su accidentada incursión local para la filmación de Tetro) quizás no contribuya del todo a hacer volver a subir sus acciones: Juventud sin juventud, basada en un libro de Mircea Eliade y filmada en Rumania (el país de origen del autor), resulta una película extraña por donde se la mire y que viene a poner en el tapete la pregunta acerca del lugar que el director ocupa en el panorama del cine actual. Quizás resarcido económicamente para toda la vida con el fruto de la explotación de sus viñedos, Coppola se haya decidido a mostrarse ahora saludablemente inactual y esquivo. Con la intención de hacer de nuevo literalmente lo que se le canta (un viejo sueño suyo que culminó en la quiebra y el descrédito allá por principios de los años ochenta con el desastre de su película One From the Heart), entrega esta vez una curiosa pieza de difícil clasificación con la que parece querer despegarse del cine norteamericano en forma definitiva.
En Juventud sin juventud se alude a una paradoja que el título expone sin ambages. Un sabio es golpeado por un rayo y va a parar al hospital: está hecho pelota pero ha logrado conservar su vida milagrosamente. El verdadero milagro viene al poco tiempo, sin embargo: en el cuerpo del tipo no solo se verifica una rápida cicatrización y curación de las heridas recibidas sino que, para asombro de todo el mundo (incluido por supuesto el espectador, que ha visto su aspecto antes del accidente) sus células empiezan a experimentar un retroceso mediante el cual consigue volverse progresivamente más joven. Así, del hospital termina saliendo un desconcertado hombre de unos treinta años que poco tiene que ver con el anciano que entró todo chamuscado por la acción de un rayo inoportuno. Como para agregarle complicaciones al asunto, y quizás para reforzar también, acaso en demasía, el carácter absurdo de la lógica que nos rige, el protagonista termina enamorado de una muchacha que sufre un acelerado proceso de envejecimiento. La película de Coppola fluye con una especie de pesadez hipnótica, con sus planos fijos y desapasionados que parecen proponerle al espectador una distancia implacable y definitiva y a la que nada viene en verdad a compensar. Como si quisiera estar a la altura de Eliade, que es pesado y fastidioso como él solo, el director se vuelve inesperadamente solemne con el propósito de ensayar lo impensado: una película-ilustración, un objeto (también) paradojal en donde los ribetes trágicos de la existencia se vuelven chatos e incomunicables en términos cinematográficos, sencillamente porque el cine parece haber renunciado por esta vez a otro papel que no sea el de mero enunciador de la tragedia. En Juventud sin juventud el mundo resulta ser un andurrial risible (cuando no patético) al que al espectador le toca observar con mirada celeste, obligadamente consustanciada con el nietzscheanismo sin gracia ni destreza de Eliade, mientras las criaturas que lo habitan protagonizan sus desgraciadas peripecias. En tanto, la frialdad terrible con la que la película se pliega a ese juego, esa exhibición del dolor esencial de la vida como mero efecto pictórico, se hace pasar por sofisticación.