Buen regreso, pero sin gloria
El nuevo film de Francis Ford Coppola no carece de virtudes visuales y narrativas, pero está lejos de las mejores obras del autor de El padrino.
Sería malo para la salud del cine saludar este film de Francis Ford Coppola como una obra maestra de un maestro indiscutible. No lo es; tampoco Coppola es un maestro indiscutible aunque esa segunda afirmación, afortunadamente, es discutible. Después de todo, pasó más de una década desde que el autor de El padrino y Apocalypse Now realizara El poder de la justicia, un film enorme y humilde al mismo tiempo que la crítica no supo –o no quiso, siempre en busca del último autor perdido– ver. Las debilidades de Juventud sin juventud darán pasto, seguramente, a quienes prefieren que no haya maestros. Es lo de menos: las virtudes de Juventud sin juventud son suficientes para colocar el film a un lado (a un lado mejor) de lo que solemos ver cada semana en la cartelera de estrenos.
La historia procede de una nouvelle de Mircea Eliade, el gran investigador rumano de las religiones. Fantasía autobiográfica, gira alrededor de un viejo lingüista que, a punto de suicidarse, es golpeado por un rayo que lo rejuvenece sin quitarle su experiencia ni sus conocimientos. Perseguido por los nazis, huye a Suiza, donde encuentra a una joven que recuerda su amor de juventud. Ella también es golpeada por un rayo y comienza a envejecer. Hay muchos elementos que cruzan el film: la política, el amor, el origen de las lenguas, lo espiritual y el contraste entre lo mundano y lo trascendente.
Sin embargo, el gran tema del film es el tiempo y qué relación establecemos con él. “Tiempo” en toda acepción: edad, transcurrir objetivo, época. En ese sentido es un film de Coppola, dado que la relación del hombre con el tiempo es central en su cine (ver La ley de la calle, Peggy Sue su pasado la espera y Jack, todas películas que refieren a ésta). Esa relación es la que nos interesa en un film cuya belleza visual, por lo demás, es funcional a la necesidad de atraer al espectador a zonas más arduas, a pensar el sentido de lo fantástico como vehículo de conocimiento.
Pero Coppola aquí comete un gran error, uno que hace de esta película un bellísimo fracaso. Como Martin Scorsese con La última tentación de Cristo, Coppola ve este film como la ilustración casi escolar de sus obsesiones. Algo así como el manual de instrucciones para el manejo del universo coppoliano. Y es allí donde la literalidad conspira contra la solidez del film. Como un mago que muestra sus trucos, como un catálogo de invenciones pasadas, Juventud... es demasiado sencilla en su filosofía y demasiado ardua en su exposición, un desequilibrio que sólo el enorme talento narrativo del realizador puede salvar para que, aún así, el film se mantenga interesante y sano. Podríamos pensar que Coppola, aquí, expone su mundo anterior para intentar un regreso a la juventud y a construir –como el héroe de Tucker al final de esa obra maestra, pensando en dejar los autos por heladeras económicas– nuevas maravillas. Juventud..., con todo y sus fallas, es un bello preludio, aunque el film dice, claramente, que no se puede volver en el tiempo.