Juventud sin juventud es, ante todo, una película imposible. El fantástico director Francis Ford Coppola vuelve a pecar de megalómano al intentar llevar a la pantalla una narración sencillamente inabarcable para el séptimo arte. Si bien la historia parece atractiva en su núcleo, el film termina siendo una aventura desmedida, compleja y ambiciosa en el peor de los sentidos.
Comenzamos en la Rumania de 1938 cuando el anciano Dominic -Tim Roth-, un estudioso de las lenguas de la humanidad, es alcanzado por un rayo. Su cuerpo yace carbonizado en las calles de Bucarest y, sin embargo, no muere. Lo internan, lo cuidan y sorprende a sus médicos al demostrar una recuperación de ciencia ficción: no sólo por la velocidad sino porque este hombre de setenta años rejuvenece hasta parecer un adulto de sólo 35. Pero esto es simplemente el inicio de una mejora impensada, ya que Dominic demuestra además tener conocimientos increíbles en todas las materias del saber humano, desde idiomas hasta ciencias.
Paralelamente, el nazismo avanza por Europa y, entre los experimentos que realizan los doctores del Tercer Reich, hay uno en particular que pondrá en peligro a nuestro protagonista: un científico alemán investiga la posibilidad de que los humanos puedan mutar en seres de conocimientos increíbles y hazañas asombrosas si son afectados por ataques de altos voltajes. Es decir, está intentando averiguar lo que Dominic ha vivido en carne propia. La recuperación ha llegado a los oídos de los comandados por Hitler, y es por eso que Dominic debe iniciar una vida de huidas y mentiras, durante la cual va conociendo a distintos personajes a la vez que se va descubriendo a sí mismo. Llega a darse cuenta de que además de poseer conocimientos extraordinarios tiene facultades de mentalista (al punto de poder adivinar qué número saldrá en la ruleta de un casino o cómo obligar a las personas a realizar actos que ellos mismos no deseen hacer).
Si piensan que ya esto es abrumador, esperen porque hay más.
Los años avanzan, cae el nazismo, y Dominic conoce a Veronika, una joven que, tras un accidente, sufre un trastorno que podría relacionarse con su vida. Ella tiene vivencias que la van transportando al pasado y mediante las cuales él logra conocer las lenguas más antiguas (recordemos que allá por 1938 era un viejo lingüista).
A medida que hago el racconto, mi mente transita laberintos imposibles de reproducir.
Baste decir que Juventud sin juventud está protagonizada y prácticamente monopolizada por Tim Roth -quien, a todo esto, se muestra increíblemente parecido físicamente a un joven Silvio Berlusconi-, y que la trama no sólo es por momentos incomprensible, sino también un tanto tediosa.
Ojo, la historia detrás de la película parece ser interesante. Coppola se basó en un cuento del historiador y novelista rumano Mircea Eliade, y, si bien no lo leí, sí me hizo acordar a una de esas novelas en las que es necesario tomar nota de algunos hechos como para no perder la trama. Incluso pensaba que tranquilamente un escritor como Thomas Pynchon podría haber sido responsable del texto.
Juventud sin juventud pone a prueba la tolerancia del espectador. Como película simple y llana, es demasiado exigente y no termina ofreciendo un resultado satisfactorio. La recomendaría a los fanáticos de Coppola, un director que, a pesar de tener más fracasos que éxitos, es sin lugar a dudas un fundamental en el séptimo arte -personalmente, le estaré eternamente agradecido por El Padrino y Apocalypsis Now, así que por mí que haga lo que quiera, que siempre miraré, ante la duda, sus films-.
Sin embargo, y en referencia estricta a este trabajo, Juventud sin juventud termina siendo la prueba de que el cine no puede abordar cualquier texto.