Intento muy personal, pero tristemente fallido, de un gran autor.
Juventud sin juventud es válida sólo por dos motivos: primero, saber que Francis Ford Coppola está vivo y que filma y tiene ganas de contar algo; segundo, que a los 70 años no filma en piloto automático, sino que indaga, arriesga, busca una manera de seguir planteando los mismos conflictos pero con otras formas. Juventud sin juventud es casi un experimento. Pero como dijimos, ahí se agota todo lo bueno que uno pueda decir sobre el film, que tampoco es algo sobre la misma obra sino sobre su circunstancia.
En Juventud sin juventud, adaptación de una novela de 1976 de Mircea Eliade, un anciano lingüista interpretado por Tim Roth sufre aún por un viejo amor, mientas promete suicidarse. Un rayo lo alcanza en la noche rumana y lo manda al hospital. En vez de matarlo, el suceso le aporta una rara condición: lo hace rejuvenecer. Este punto de inicio fantástico es lo único fantástico de toda la película. Coppola juega continuamente a jugar, a que se (fago)cita y se reconstruye. Pero el juego es un solitario: todos quedamos afuera.
Coppola ha hablado del tiempo anteriormente. El tiempo entendido como fenómeno metafísico (Jack) o como período y época que le toca vivir a sus personajes (El padrino, Tucker). Incluso del tiempo como purgatorio del amor trágico (Drácula). Y todo eso, mezclado, vuelve a contarse en Juventud sin juventud, pero sin la potencia que le conocemos. El director que supo recurrir al Hollywood clásico para modernizarlo acude aquí a lo posmoderno de los relatos fragmentados para recuperar lo clásico: la operación es en vano.
Los problemas del film son dos: por un lado el hermetismo con el que es contado atenta contra la pasión y el dramatismo de ese sufriente amante que interpreta Roth; por otro lado, el director demuestra aquí querer de alguna forma recuperar el espacio que ha perdido en los últimos 20 años, y lo intenta dejando pistas del que fue. Sin embargo el onanismo de Coppola no se reconstruye como marca autoral, sino como símbolos. De hecho el protagonista es un estudioso de los símbolos y del lenguaje, y somete al espectador un poco a la misma peripecia que al personaje.
En Juventud sin juventud aparecen todos los Coppola del pasado glorioso, pero asordinados. Sin embargo la solemnidad y el aburrimiento se apoderan de una película más deudora de la filosofía que del cine. Y el peor pecado que comete, en un film que en cierta forma dice que es imposible recuperar el tiempo, es demostrar que lo mismo que le pasa al protagonista le ocurre al director, que intenta recuperar el espacio perdido con una película totalmente innecesaria.