Una muerte empuja al reencuentro a parte de una cosmopolita familia de clase alta, normalmente desparramada por el mundo pero que aparenta mantener cierto nivel de relación afectuosa.
Las mujeres más adultas sobrellevan la situación aprovechando para reconectar entre sí, ponerse al día y compartir alguna historia de otras épocas. La muerte es casi como una excusa, algo de lo que nadie tiene muchas ganas de hablar por más que flota en el centro de la habitación como un elefante rosado. Pero Clara (Agustina Muñoz) aún se niega a aceptar la ausencia de su padre.
En secreto explora los rincones de su estudio buscando pequeños recuerdos perdidos de los que apropiarse. Es así que encuentra algunos objetos extraños que no cuadran con la imagen que ella tiene del padre y se convence de que hay suficientes indicios como para creer que tuvo una doble vida del otro lado del globo. Seguir esos fragmentos de evidencias hasta Karakol, un pueblo perdido en Tayikistán donde espera seguir descubriendo cosas nuevas sobre él, será su forma de procesar el duelo.
Karakol, entre China y la URSS
La primera parte de Karakol es algo engañosa, cuenta una historia con un ritmo y una propuesta que en algún punto va a desaparecer y dejar el espacio a una película bastante diferente y un poco menos clásica. Durante esta etapa abundan los diálogos y cierta alegría melancólica, empujada sobre todo por la locuaz tía de Clara, quien irrumpe como un huracán en una lógica familiar que busca recomponerse después del funeral.
Dando poca información de contexto, arma a grandes trazos el árbol genealógico que va a rodear a Clara, la verdadera protagonista del resto de la historia que permanece escondida durante estos minutos introductorios.
Nadie está al tanto de las investigaciones de Clara, Karakol no existe ni en los mapas para ellos porque nunca nadie nombró ese lugar.
Y tiene mucho sentido: no hay nada allí que podría interesar a gente como ellos. O a gente de cualquier tipo que viva a miles de kilómetros de ese pequeño pueblo rural, en las montañas de lo que supo ser la frontera entre la Unión Soviética y China. No hay interés turístico, histórico o económico en Karakol, pero Clara está convencida de que su padre viajaba hasta allí en secreto y está decidida a aprender algo nuevo de él. Mientras tenga algo nuevo para sumar a esa imagen que tiene de él, es como si siguiera vivo.
El viaje de descubrimiento y el duelo por su padre se entremezclan en una sola cosa; el silencio de Karakol y la soledad de estar en un lugar donde sus pocos habitantes no hablan su idioma la obligan a una introspección que puede ser demasiado para soportar sola.
La propuesta de Karakol es atípica en más de un sentido, con un corte tajante que separa dos partes de lo que podrían ser películas diferentes, con protagonistas y ritmos propios. De un momento a otro desaparece la teatralidad y energía de una primera parte donde Soledad Silveyra se roba toda la atención, mientras con un par de cameos justifican poner nombres famosos en el poster. Luego, Clara ocupa el centro y le imprime un tono contemplativo e introspectivo a una trama donde los hechos pasan a segundo plano. Ya no importa tanto lo que pueda o no descubrir en Karakol sobre su padre, sino para qué necesita tanto encontrar algo.
El silencio y los pasajes desolados de Karakol son el acompañante justo para esta etapa, la cual cierra tan rápido como llegó y sin sentir la obligación de dar muchos detalles.