Viva la vida
A mi amigo David.
Karate Kid, la original (1984), fue compañera de sábados a la tarde de varias generaciones, casi un ícono que convirtió al “limpia y pule” del señor Miyagi en todo un lema de los ochenta. Por eso, quizás, hacía tanto ruido ver el trailer de la nueva Karate Kid con Jackie Chan atrapando un insecto con un matamoscas en lugar de los más tradicionales palitos chinos. Es que, últimamente, pensar en una remake que base sus bondades en reírse de su predecesora no parece muy prometedor que digamos.
Sin embargo la nueva Karate Kid está muy lejos de querer mofarse con un humor burdo de la grulla de Daniel-san. Sí, es verdad que la historia es la misma: se trata una vez más del chico nuevo en una ciudad/país/continente distinto, que es golpeado y maltratado por los siempre a tiro-grandotes-abusadores del colegio y que conoce a un señor sabio y experto en artes marciales (en este caso, Kung Fu, por lo que el título con el que se estrenó en nuestro país es claramente un gancho para ex niños karatecas que crecieron en los ochenta) que lo entrena para competir en un torneo.
Pero Harald Zwart se ubica justo en el medio de la sutil línea que divide al homenaje de la parodia, y crea algo más: una película que es pura emoción y que duele desde la primera escena. Porque el gran tema de Karate Kid (a partir de ahora me refiero siempre a la última) es el desarraigo. Desde que vemos al pequeño Dre (Jaden Smith) dejar su habitación en Detroit para seguir a su mamá rumbo a China, no hace falta mucho más que prestar atención al espacio vacío y la pared con las marcas del paso del tiempo para entender que lo que deja atrás no es solamente su casa, sino toda su vida.
La China que se le presenta a Dre como un gran monstruo imposible de conquistar, lo arroja a un nuevo mundo donde la calidez del hogar quedó muy lejos y donde reina la violencia. El relato hace centro en ese pequeño gran paso, de una zona de confort a un universo nuevo donde todo es hostil por el simple hecho de que es desconocido. Y aunque Dre no sea el único que sufre al mundo, sí es el que lo sufre de manera más física. Los golpes que recibe por parte de los matones a la salida del colegio (el chino Zhenwei Wang es realmente un hallazgo) lo dejan sin aire. No hay nada de glamoroso en la paliza que le propinan, son piñas y patadas que le llenan los ojos de lágrimas y le cierran el pecho, y ahí es quizás donde acierta tanto el director: los golpes duelen, la pérdida también, y eso no se disfraza ni acentúa, simplemente están ahí para el que quiera verlo. Entonces, Karate Kid es una película sobre el dolor (el desarraigo, las piñas) pero también es mucho más: es una película sobre la vida, y sobre encontrar tu lugar en el mundo. Quizás no sea necesario irse hasta la muralla china a practicar Kung Fu, para nosotros alcanza con ir al cine y llevar carilinas.